Por Emiliano Reyes Espejo
Cuando el periodista José Manuel Torres llegó a mi hogar en la calle Luis Reyes Acosta (calle 15) del sector de Villa María, lucía perturbado y visiblemente nervioso. Entró y ni siquiera nos saludó, estaba algo agitado y su abundante cabellera lacia caía sobre su rostro visiblemente sonrojado.
-“Vine a despedirme de ustedes, es probable que sea esta la última vez que me vean vivo”, dijo en tono decidido. Torres, oriundo de San Francisco de Macorís, laboraba entonces como reportero contratado en el icónico matutino Listín Diario.
Con Torres me unía una fraterna amistad desde que laboramos juntos en el Departamento de Prensa de la otrora Radio Televisión Dominicana (RTVD). Era algo casi familiar, iba a mi casa y se tomaba toda la confianza posible. Se ufanaba “a pecho abierto” de decir que yo era su pupilo, que había aprendido con él todo lo que sabía de redacción y buscar noticias. Tenía razón en muchos sentidos. No solo presumí de los elogios de este colega, sino que también valoré tenerlo a él, a Octavio Mata Vargas, Miguel Ángel Reinoso Solís y al profesor Claudio Chevalier, entre otros, como faros de luz, de guías en el aprendizaje de este hermoso oficio de informar, buscar y redactar el hecho noticioso.
Sé que en el medio periodístico lo tenían “como un loco”, sobre todo algunos que no les eran sinceros y les mostraban otras cosas. Llegaron a decirme, cómo me atrevía a andar con él e inclusive compartir andanzas y hasta unos que otros tragos.
No tenía de otra que mostrar amistad a una persona que era sincero, franco y abiertamente amistoso con sus colegas. Lo consideré, asimismo, la figura típica del verdadero reportero: Sin poses, desenfadado, enamoradizo y hasta bravucón. Portaba de manera permanente –eso sí- un revolver al cinto o en sus bolsillos, los cuales aparte de dinero, cargaban decenas de balas.
–“Yo me mato con cualquiera. A mí no puede nadie a venirme con pendejadas”, llegó a decir. La veía como una expresión propia del lenguaje casi natural del “hombre guapo cibaeño, especialmente de la campiña, el cual siempre está dispuesto a resolver los problemas de manera directa, en la forma y el lugar que el otro decida.
Certero en la búsqueda de la noticia, nada lo paraba a la hora de buscar la información, lo cual lo hacía a como dé lugar. No escatimaba esfuerzos y se vanagloriaba del enfoque que daba a los hechos noticiosos. Solía retar a sus colegas de la redacción y alardea de que redactaba el mejor “lead” o entrada de la noticia. Daba casi siempre “los famosos palos periodísticos”, garantizando con sus notas, con cierta frecuencia, la primera página de los periódicos.
En el Listín Diario dirigía el maestro del periodismo, don Rafael Herrera, quien decidió nombrarlo en este matutino. Pero encontró resistencia entre connotados periodistas de la redacción, los cuales se opusieron rotundamente a que se le nombre en el prestigioso medio.
Los veían “como un orate”. Además, algunos les temían porque éste siempre andaba con su revolver. El reputado director y editorialista del Listín, Rafael Herrera, optó entonces por extenderle un contrato, pagándole por cada noticia que buscara y elaborara. Pero Herrera encontró en Torres un fenómeno del periodismo, descubrió que Torres era una fábrica de producción de notas de prensa.
Apegado al reporterismo, gestionaba, conseguía redactaba tantas noticias que si el Listín se las publicabas todas, hubiera tenido que dedicarle el periódico a él solo.
En una oportunidad, durante una conversación -que estimé como una confesión- Torres me confió que andaba armado porque a él se le atribuyó la muerte de una persona en su natal San Francisco de Macorís. Narró que durante una manifestación del Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC) el del Machete Verde, del cual era militante, estalló una trifulca a tiros y un hombre resultó muerto. La dirigencia del partido le pidió que asumiera la responsabilidad de esa muerte porque, de lo contrario, la misma recaería con todo el daño que eso representaría, en el arquitecto Guido D´Alessandro, un connotado líder de la época en esa organización.
En tanto, la familia del muerto había jurado que se vengaría. Por eso –me dijo- decidió andar armado.
Los nexos con Torres se hicieron familiares. Él iba a mi casa y se servía con la mayor confianza. Igualmente, él me invitaba a almorzar en su hogar, donde nos atendía su esposa, una exquisita dama que ostentaba un puesto ejecutivo en la antigua Corporación de Hoteles, una institución del Estado. Se trataba de dos seres de temperamentos contrapuestos. Ella, una bella, fina y educada mujer que dominaba varios idiomas, y él un hombre tosco, dominante, de gestos ordinarios propios del “macho” criollo.
Aunque vivía enamorándose de todas las mujeres que “se le cruzaban en el camino”, a su esposa la cuidaba con esmero y ¡ay! de aquel que osara siquiera mirarla.
–“Tienes que enamorar por lo menos cien mujeres cada día, que de todas, una cae”, me replicaba a cada momento porque según observaba, yo era “un poco lento” en esos asuntos.
En una oportunidad su esposa esperó a éste en una parada cercana a su lugar de trabajo. Un hombre que la veía esperando, se le acercó para conversar con ella. La dama explicó al caballero que se fuera antes de que su esposo llegara porque era “muy celoso” y que si lo veía allí, iba a reaccionar de mala manera y tendría problema. Pero éste persistió en echar un párrafo con ella a pesar de la advertencia.
Y precisamente llegó Torres, dio un frenazo y revolver en manos se tiró del vehículo, avanzó hacia donde el desconocido y lo golpeó sin mediar palabras hasta derribarlo -dicen que hasta lo mordió a lo Tyson-. En tanto, gritó fuerte a su esposa que subiera al carro y marchó raudo del lugar. La persona quedó tendida en el contén.
En el trayecto, y ya en la casa, el comunicador siguió diciendo improperios a su pareja que le explicaba que ella no conocía a esa persona. Con el tiempo, terminaron separándose.
Torres hizo empatía con mi esposa Luz Virginia. Un día de Viernes Santo él pasó por mi casa a buscarme para que diéramos una vuelta y ella le pidió que esperara para brindarle “habichuela con dulce” que elaboraba en ese instante. No asintió y pese a la insistencia de ésta, decidimos irnos al Malecón a esperar que la habichuela con dulce esté lista.
Fuimos a tomarnos unas “cervezas frías” al restaurant La Ceniza, lugar muy popular en esa época. Torres vio a unas jóvenes que paseaban por El Malecón y las invitó a que se fueran a la playa de Boca Chica, se produjo una consulta entre ellas y rehusaron, ganándose algunas frases en fuertes tonos por parte del comunicador.
Surgió entonces la idea de irnos a donde un primo suyo que vivía en Jarabacoa y que era operador de la planta hidroeléctrica del Salto de Jimenoa. Nos fuimos con el compromiso de regresar ese mismo día, pero no fue así, nos encaprichamos con aquel paradisíaco lugar.
El primo de Torres se colmó de alegría cuando le vio y decidieron celebrar montando una bebentina. No era dado a esas cosas, pero tuve que adaptarme a la intensa rutina de comer, beber y bañarme en el Salto, donde pude confirmar que realmente el agua bien fría amortigua los “jumos”.
La ausencia por todo ese tiempo, sin comunicar a nadie para dónde íbamos y haber llegado a un lugar donde no había comunicación telefónica, alarmó a mi esposa. Pasó el sábado y ya el domingo ella estaba preocupada, lo único que tenía claro era que yo había salido para El Malecón con Torres. Constató a algunas amistades para iniciar un operativo de búsqueda y dar parte a la policía. En eso llamé y le comuniqué que ya estaba en la capital, que seguí directo para el trabajo en el departamento de Prensa de RTVD, donde me tocaba trabajar un turno que comenzaría a partir de las 12 del mediodía, pero sustituí a la colega Lilian Maldonado casi a las seis de la tarde.
Se me creó un “tremendo lío” en la casa. Confieso que tuve que dar muchas explicaciones, pero pude subsanar la situación sin mayores consecuencias.
Torres no volvió por mi casa a pesar de que mi señora ya lo había perdonado. Ese día, empero, se apareció intempestivamente con la idea de que iría a un duelo a muerte con un desconocido en el Centro Olímpico Juan Pablo Duarte.
Nos relató que la persona llamaba con insistencia al periódico y le advertía que había llegado la hora de vengar el “muerto de la política” ocurrida en San Francisco de Macorís. Se identificaba como un cercano familiar de la víctima y juraba que lo mataría “como un perro” para resarcir la pérdida de su pariente.
Torres se envalentonó y conminó a esta persona a que si realmente era “un macho” de “pelo en pecho” se encontraran en el Centro Olímpico para que libraran un duelo a muerte y resolvieran “de una vez y por todas” esta situación que realmente lo agobiaba.
-“Y vaya bien armado que yo también iré bien armado”, ripostó a su interlocutor que se identificó como el Vengador desconocido.
Cuando Torres se nos apareció y nos narró la situación, pensamos que se trataba una broma. Pero la cara de preocupación era tal que comenzamos a creerle. Nos llevó a su carro y abrió el baúl donde tenía, además de una pequeña caja llena de balas, un machete, un puñal, un cuchillo, una barra de hierro y “una pila de piedras”.
-“Si no nos matamos a balazos, nos matamos a machetazos o a puñaladas, o si no, nos caemos a pedradas”, dijo de manera enfática. –“Yo no soy hombre de tener miedo, nos matamos con lo que sea”, subrayó. Cuando mi esposa vio la realidad, trató con lágrimas en los ojos, de convencerlo de que desistiera, pero todo fue en vano.
Torres se despidió de nosotros reiterándonos que sería la última vez que lo veríamos vivo y entonces nos abrazó, se montó en su carro y marchó a toda velocidad.
Compungidos, mi esposa y yo comenzamos a rogar a Dios para que no le pase nada. En la tardecita, prendimos la radio para escuchar los noticieros a la espera de una trágica noticia. No supimos nada de Torres en las próximas horas. Días después se nos apareció y nos contó que esperó horas muertas en el lugar convenido a su retador que nunca apareció.
Supimos luego, según el propio Torres, que todo había sido “una chanza de mal gusto”. Periodistas del Listín Diario que conocían sobre la muerte de la persona en San Francisco de Macorís, simularon mediante llamadas telefónicas amenazantes, la broma del “duelo a muerte” y él –que se creía un tiguerazo- cayó en la trampa.
*El autor es periodista.
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