La diva más desgraciada de la historia de la música

Se cumplen treinta años de la trágica muerte de Dalida, una estrella marcada por la soledad y por el suicidio de los hombres que la rodearon en vida.

El 4 de mayo de 1987, en pleno apogeo de la era Mitterrand, los franceses pegaban sus ojos incrédulos al televisor al recibir la noticia de que Dalida, el mayor ídolo musical femenino del país, se había suicidado la noche anterior en su casa de Montmartre . Mientras los programadores se apresuraban a modificar todas las parrillas para encajar los especiales dedicados a su vida y obra, se incidía en la desdichada vida sentimental de la cantante. Una palabra se repetía machaconamente en todos esos programas: “soledad”.

Nacida en 1933 en las cercanías de El Cairo, el exotismo de sus orígenes fue siempre uno de sus activos más publicitados, aunque en realidad proviniera de una familia italiana. Su verdadero nombre era Iolanda Gigliotti, su madre era modista y su padre, violinista en el teatro de la Ópera, murió en el campo de prisioneros en el que, como otros italianos en Egipto, fue confinado por los ocupantes británicos tras el fin de la II Guerra Mundial.

No fue el único hecho trágico que marcó su infancia. Dalida sufrió de niña una infección en los ojos que le dejó algunas secuelas temporales después de pasar más de un mes sin ver absolutamente nada con una venda sobre los párpados. Otras secuelas fueron permanentes, como la fobia a la oscuridad que le impedía apagar la luz por las noches y el estrabismo que las innumerables intervenciones quirúrgicas a las que se sometió ya adulta nunca pudieron eliminar por completo. Problemas de salud que le obligaron a portar unas gafas de gruesas lentes que la convirtieron en la “cuatro ojos” oficial de su clase.

Pero, siguiendo el clásico patrón del patito feo, superó la adolescencia transformada en una morenaza de generosas hechuras muy del gusto de la época. Consciente del enorme valor del regalo que le había dejado la edad adulta, decidió sacarle provecho y pasarse al show business. Y lo hizo comenzando por el trámite de rigor en aquellos tiempos: presentarse a un concurso de belleza. Fue en efecto coronada Miss Egipto en 1954, y las fotos del momento la muestran como una risueña prima hermana de Jane Russell en bañador. Convencida de que poco le quedaba por hacer en su país natal, emigró a París con la intención de probar suerte como actriz. Con escaso éxito, debemos decir, pero ella era una mujer decidida y sobre todo joven, así que estaba a tiempo de reciclarse como cantante, que era su opción B.

Con ‘d’ de diva

Al principio cantaba en night-clubs poco ilustres bajo el nombre artístico de Dalila, como la famosa peluquera bíblica. Alguien le hizo notar que tomar prestado el nombre de una mujer que había pasado a la historia por traicionar fatalmente a su amante con la ayuda de unas tijeras podría resultar algo disuasorio, así que Iolanda pasó a ser para siempre Dalida, con “d” de Dios según el consejo del escritor Marcel Achard.

Bruno Coquatrix, el director de la célebre sala Olympia y factor determinante en el éxito de Édith Piaf, la animó a presentarse a un concurso de nuevos talentos que él organizaba. No ganó el certamen, pero allí la descubrió Lucien Morisse, director de una importante cadena de radio musical. Morisse quedó fascinado por aquella mujer de rasgos exóticos, figura rotunda y densa melena oscura que cantaba sin alardes –en realidad nunca tuvo una gran voz– pero con indudable encanto. Casado y con una hija, se convirtió en su amante y principal valedor. Fue él quien decidió arrebatarle a la española Gloria Lasso una canción originalmente prevista para ella que se llamaba Bambino y que, en manos de Dalida, resultó ser en el bombazo discográfico de 1956 a fuerza de programarse machaconamente en su cadena radiofónica.

Dalida se convirtió en una estrella de la noche a la mañana gracias a ésta y a otras adaptaciones de hits mediterráneos como Los niños del Pireo, Come prima o Historia de un amor.Pese a las muy diferentes calidades de sus voces, fue comparada con Maria Callas, quizá por aquello del matrimonio de la diva griega con Giovanni Meneghini, otro hombre mayor y más feo que la impulsó al estrellato.

En efecto, Morisse y Dalida se casaron en 1961, y ella inició casi de inmediato una relación con el bello Jean Sobieski, bohemio de orígenes nobles polacos dedicado a pintar –poca cosa– y actuar en películas que sólo ha pasado a la historia por este amorío y por ser el padre de la actriz Leelee Sobieski.

El romance duró dos años, pero para cuando terminó Dalida y Morisse ya se habían divorciado. Esta sería la primera de una larga serie de historias de amor en las que ella invertía todo su capital emocional obteniendo a cambio un rendimiento tirando a miserable. De hecho, podemos considerar que el único hombre que estuvo a su lado casi en todo momento fue su hermano pequeño Orlando, un hombrecillo de manos minúsculas que hoy, a sus 81 años, manifiesta una acusada tendencia a la cirugía estética y a pasearse por los medios de comunicación contando la historia de su famosa hermana.

Fábrica de éxitos y desgracias

Para Dalida, los siguientes años obedecieron al guion del biopic de cualquier estrella de la canción de manera tan modélica que cuesta creer que no se hayan realizado muchos más sobre su historia. Lejos de dormirse en los laureles de sus primeros éxitos, logró reinventarse una y otra vez, adaptándose a los nuevos tiempos y pasando por encima de las generaciones del twist y el disco, con éxitos rabiosos –la mayor parte prestados- como Itsi bitsi petit bikini, Le petit Gonzalès o las maravillas discotequeras Gigi in paradisco y Laissez-moi danser. Aunque sus canciones más recordadas hayan sidoGigi l’amoroso  –número uno en doce países distintos–, Parole… parole –a dúo con Alain Delon, con el que había mantenido un romance de juventud– e Il venait d’avoir 18 ans, en cuya letra autobiográfica se reconocía una cougar mucho antes de que nadie hubiera inventado el término.

A lo largo de su carrera llegó a vender casi cien millones de discos, e incluso tuvo que crearse ex profeso para ella la categoría “disco de diamante”, para el álbum del que se adquirieran un millón de ejemplares. Los años setenta vieron su apogeo: ataviada con resplandecientes modelos de lentejuelas que se adaptaban a su silueta más afinada como una segunda piel, fascinaba a los televidentes de medio mundo con sus hipnóticos movimientos de manos, su exótico acento –que sin duda exageraba–, su melena ahora teñida de rubio y algo achicharrada por la química y los secadores mientras cantaba en riguroso playback como cualquiera de los transformistas que la han imitado desde entonces sin lograr jamás superar el original.

Como decíamos, en paralelo al clamoroso triunfo profesional, su vida personal avanzaba por caminos más tortuosos. Uno de los grandes amores de su vida fue el italiano Luigi Tenco, cantante tan guapo como intenso que nunca obtuvo el éxito que creía merecer, y que además mantenía una relación paralela con otra joven llamada Valeria, que lo trataba regular. Tenco participó con la canción Ciao, amore, ciao en la edición de 1967 del festival de San Remo, del que fue descartado en la primera eliminatoria. A la mañana siguiente, la propia Dalida lo encontró en la habitación de su hotel, muerto de una herida de bala en la cabeza, junto a una de las notas de suicidio más delirantes de las que se tiene constancia.

La búsqueda de una solución

En ella aseguraba haberse quitado la vida como “acto de protesta” contra los gustos del público y la comisión de selección del festival, en una decisión que llevaba la vocación rebelde hasta sus últimas consecuencias. Según algunas versiones, el acto de protesta de Tenco estaba dirigido más bien a Valeria, la mujer que lo llevaba por el camino de la amargura. Pero aquel mismo año Dalida aún tuvo tiempo para sufrir otra experiencia traumática cuando, tras quedar embarazada de un estudiante de dieciocho años –aquel que era “guapo como un niño, fuerte como un hombre” según su éxito Il venait d’avoir 18 ans– se sometió a un aborto clandestino que la dejó estéril de por vida.

Todo aquello la llevó a cometer un primer intento de suicidio con barbitúricos, ampliamente documentado por la prensa de momento. Según contaba Paris Match, al despertar del coma le pidió al médico del hospital al que la habían llevado que informara de que estaba viva “a mamá y a Lucien [Morisse, su ex marido]”. Esto da una idea de la excelente relación que mantenía con quien fue su único esposo legal, al que seguía considerando su benefactor y consejero.

Por desgracia, el consejero acabó con su vida tres años más tarde empleando, como Luigi Tenco, un arma de fuego. Dalida quedó sumida, una vez más, en una terrible depresión que la llevó al psicoanálisis, como paciente pero también como estudiosa del tema –“se hizo una gran fan de Freud, y también del Dalai Lama”, declararía Orlando–, aunque parece que ni la ciencia ni las religiones orientales le dieron la respuesta definitiva que ella buscaba.

Lo cierto es que como las soluciones a los problemas pueden adoptar las formas más excéntricas, fue la excentricidad misma quien se le presentó entonces, encarnada en un señor que aseguraba ser el conde de Saint-Germain, haber logrado la inmortalidad y llevar desde el siglo XVIII convirtiendo el plomo en oro sin más utensilios que un hornillo de gas. El verdadero nombre de este personaje que había logrado cierta notoriedad contando este tipo de cosas en los platós televisivos franceses era Richard Chanfray. Cultivaba un arriesgado look muy de la época, en el que los tejidos acrílicos y el secador con difusor eran básicos irrenunciables.

Provisto de tales armas y de su charme innato logró no solo seducir a la estrella, sino dirigir parte de brillo de ésta hacia sí mismo. Incluso se reconvirtió en cantante melódico y, representado por el mismísimo Orlando, grabó algunos temas hoy completamente olvidados tanto en solitario como a dúo con Dalida. De 1970 a 1979 duró la relación, la más larga de las que ella mantuvo. Al término de este plazo, y tras asumir su incapacidad para convertirse en el ídolo de masas que se había fijado como objetivo vital, Chanfray abandonó a Dalida por otra mujer. Cuatro años más tarde ofreció al público la prueba irrefutable de que le había mentido al menos con lo de la inmortalidad: su cuerpo sin vida –y el de su nueva compañera- fue encontrado en el garaje de su casa de Saint-Tropez. Ambos habían fallecido por ingesta masiva y voluntaria de barbitúricos.

Una diosa viviente

Dalida, por su parte, se obsesionó con la idea de que traía la desgracia a todos los hombres que se relacionaban con ella. Inició una nueva relación sentimental, parece ser que bastante tormentosa, con el médico François Naudy. Continuó trabajando de manera febril, grabando discos, ofreciendo conciertos y asistiendo a programas televisivos donde obtenía el tratamiento de una diosa viviente. Se convirtió en una vedette internacional que grababa canciones en siete lenguas distintas y actuaba junto a otros ídolos de su mismo calibre: basta recordar un dúo con Julio Iglesias en el que ambos versionaban, con más entusiasmo que acierto, la mítica La vie en rose

Y al mismo tiempo retomó el contacto con sus raíces: comenzó a preparar un gran espectáculo musical en el que interpretaría a Cleopatra, mientras se ponía a las órdenes de Youssef Chahine, el mejor director de cine de la historia de Egipto, en la película El sexto día(1986). Un filme con el que obtuvo excelentes críticas pero mínimas recaudaciones. A finales de abril de 1987 dio su último concierto en Ankara, Turquía, donde repasó varios de sus grandes éxitos ante el Presidente de la república otomana. Pocos días después, ya en su domicilio parisino, se deslizó en un camisón de raso, se tumbó en la cama, tomó una sobredosis de barbitúricos con un vaso de whisky y, por primera vez desde que era niña, apagó la luz de la mesita de noche. Ya no despertó.

Dejó tres notas manuscritas: una dirigida a su hermano Orlando, otra a François Naudy y una tercera, la única cuyo contenido se conoce públicamente, a sus seguidores. En ella se excusaba: “La vida me resulta insoportable, perdonadme. Dalida”.

En Francia acaba de estrenarse Dalida, dirigida por Lisa Azuelos, que es la segunda película de ficción que se realiza sobre la diva –la primera, un telefilm de qualité dirigido por Joyce Buñuel, pasó sin pena ni gloria por las televisiones francesa e italiana en 2005. El país vecino nunca ha olvidado a su ídolo, que ha seguido vendiendo millones de discos después de su muerte, pero estos días se ha reavivado allí una fiebre que ha retrotraído unas cuantas décadas a los franceses que ahora se desayunan cada día escuchando las clarividentes Fini la comédie o Mourir sur scène.

En esta última Dalida se dirigía de tú a tú a la muerte para decirle “Nosotras ya nos conocemos / nos hemos visto de cerca, acuérdate […] Yo, que todo lo he elegido en la vida / quiero elegir mi muerte también”. En efecto, Dalida eligió su muerte, pero, por lo que se ve, también una forma de inmortalidad.

Redacción

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