El Malecón

Se levantó temprano. Miró el reloj. Seis menos cuarto. Se metió en el baño. Cepillo sus dientes, se enjuagó la boca. Se miró al espejo detenidamente y no se reconoció. No era otro, era él, solo que más viejo y arrugado. No se había dado cuenta de cuánto había envejecido. Hacía mucho que no se miraba detenidamente en el espejo. Su mujer dormía. Los niños aun no despertaban, de otro modo los habría sentido gritando y correteando por la casa.

Se vistió sin prisa. Pantalón negro, correa negra, zapatos y calcetines negros, camisa blanca, corbata negra con rayas blancas. Lo mismo de casi todos los días. Salió sin probar café. Olvidó el desayuno. Encendió el carro Mazda modelo 86 y salió rumbo a la oficina.

Se detuvo en una estación de combustible. –Mil pesos de la regular, por favor- dijo. Pagó sin decir una palabra y se marchó.

El tráfico estaba endemoniado como todos los días. No tenía aire acondicionado. Sudaba como un potro a pesar de haber bajado el cristal de las cuatro puertas.

-Nadie me atracará en este carro- pensó mientras conducía.

A duras penas llegó al trabajo. Debió subir ocho pisos caminando porque el ascensor estaba descompuesto desde hacía un mes. –Cuánto será que arreglarán los malditos ascensores-, le dijo a un compañero de infortunio que no respondió.

Al llegar, con la lengua afuera y el corazón latiendo a mil latidos por minuto, empapado en sudor, por fin pudo sentarse y respirar. Un montón de papeles desordenados lo esperaba.

Trabajó durante ocho horas como un animal. Apenas tuvo una hora para comer algo en la fonda de la esquina. El “plato del día” (arroz, habichuelas rojas, pollo horneado y ensalada verde) costaba 200 pesos, en efectivo, nunca con tarjeta ni comprobante fiscal. Almorzó sin ganas. Una compañera de trabajo desde hace muchos años, pero que no conoce, se sentó a su lado y trató de entablar una conversación amistosa.

-hola. Soy María. Trabajo en el archivo, sexto piso, desde hace 15 años- dijo la dama en tono amable. El guardó silencio. Apenas movió la cabeza. La miró de arriba abajo como tratando en vano de reconocerla. –No creo haberla visto- dijo mientras se paraba dejando el dinero del “plato del día”. No tenía para la propina. En otros tiempos habría tomado una cerveza, pedido algo de postre y para coronal “un cortadito”.

A las cinco de la tarde abandonó el edificio. Bajó los ocho pisos sin problemas. Se montó en su carro y no encontraba la manera de abandonar el lugar. El parqueo estaba de madre. Pasaron 15 minutos. Temía el vehículo se quedara sin combustible. Casi estaba en reserva. Cuando por fin salió, el tapón era infernal.

Comenzó a sudar profusamente otra vez. Mientras secaba el sudor de su frente con una servilleta vieja, pensaba en su mujer, en sus hijos, en la casa, en las deudas acumuladas. El salario era cada vez más bajo y las deudas cada vez más altas.

Desde hace mucho lo atormentaba la crisis personal y familiar. Debía el alquilar de la casa, el colegio de los niños. El teléfono le fue cortado hace dos meses al igual que el internet. Pronto le cortaran luz. No hablaba con nadie. Ni siquiera con los amigos y parientes más cercanos. Creía que no tenía sentido hablar, que sus problemas eran suyos y de nadie más. Además a nadie le importa ni le duele lo que le sucede a los otros. Sentía que se asfixiaba. Estaba desesperado.

Condujo tan rápido y tan lento como se lo permitía el tráfico en esa desgraciada “hora pico”.

Iba por la George Washington sereno. Vio un lugar tranquilo. El Malecón siempre fue su lugar favorito. Ahí conoció a su mujer, ahí la abrazó y la besó por primera vez, ahí le pidió fuera su esposa.

Se sentó en un banco con los recuerdos más hermosos de su vida. Respiró profundo. Sintió el mar caribe acariciando su rostro. Después de unos minutos, se levantó tranquilo con una paz celestial, caminó 20 metros, miró las olas que golpeaban con fuerza las rocas. Y se lanzó. Nunca lo encontraron.

Juan TH

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