Por Juan TH
El presidente Luis Abinader se ha dispuesto terminar con la corrupción, un mal endémico que nació con la llegada de los conquistadores españoles en 1492 y se afianzó con la fundación de la República en 1844 hasta nuestros días, sin que nadie haya podido evitarla o detenerla; por el contrario, creció de manera exponencial en los gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana de Leonel Fernández y Danilo Medina.
Con el propósito de acabar con ese mal histórico, el presidente quiere sanear el Estado, diseñado y estructurado para grupos monopólicos y oligopólicos, protegidos por dirigentes políticos y la cúpula policial y militar, convertidos en sus socios minoritarios.
Terminar con una cultura de robo, desfalco y crímenes sin consecuencias, sin un aparato político, PRM, fuerte, bien organizado y disciplinado, me temo que no será posible. No bastará con las innegables buenas intenciones de Abinader. De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, suele decir la gente.
Para sanear un Estado hipertrofiado es obligatorio darse una nueva Constitución, que ojalá sea mediante una constituyente, que le dé una fisonomía diferente a los tres poderes del Estado para establecer un verdadero estado democrático de derechos, no una caricatura como la que tenemos hoy. Y esa tarea requiere de un movimiento de masas renovador y transformador.
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