Marcos Pérez, es un hombre fornido, moreno y trabajador de la zona de Palenque-Juan Barón. Lo conozco a él y a su familia desde hace unos doce años, la edad de uno de sus nietos al que la familia apoya anhelante tratando de hacerlo pelotero. Cada vez más pobre, más desamparado y con la misma indignación desgarrante Marcos no sabe que decidí escribir estas notas y acaso tampoco se entere.
Cada año, las tierras ligeramente arenosas y fértiles de la llanura costera que se extiende entre Nigua y Sabana de Palenque estallan con el crujido silencioso de los molondrones al crecer mientras, bajo tierra, los bulbos rojizos de cebolla van haciendo espacio a empujones entre granos de arena, piedrecillas y guijarros.
Esta siembra es un ritual que desafía el sentido común y la adversidad. Hace tiempo que dejó de llover en la zona por decisión soberana de una naturaleza agredida pero los hombres quisieron imponerse y ausente la buenaventura de Dios acudieron a otros hombres dotados de prometedora tecnología. Trajeron el agua en canales y celebraron; entonces y por algún tiempo Dios no hizo falta. Los bulbos de cebolla rojiza prosperaban abundantes y la gente, tirando de los tallos la exhibía con orgullo y vendía con ganancias.
Pero, el agua de los canales de riego, tan confiable y segura al principio empezó a escasear. Los canales se dañaban, los huracanes destrozaban compuertas, transportaban escombros y lo que era de todos pronto terminó siendo de nadie y el gobierno, los gobiernos, que habían prometido suplir las faltas y enmendar los entuertos se ausentaron igual que Dios lo había hecho antes.
Tozudos, apostando a la casualidad porque no saben hacer otra cosa o tal vez porque algunos, en su fuero interno, han hecho una apuesta con el destino o se han entregado en brazos de una desconocida providencia siguen sembrando cebollas. A fuerza de sinsabores y amarguras Marcos Pérez se acostumbró a las malas cosechas, unas precarias, otras sobreviviendo a las plagas y no faltaron durante estos años las que se dañaron por tiempos de agua tan repentinas como indeseables.
Hace años, poco más o menos una década, un nuevo enemigo humano y devastador ha venido haciendo estragos. Cuando termina el invierno nuestro y como si fuera saludando la llegada de la primavera, la cebolla está lista para cosechar. Se registra en los mercados una leve escasez, el precio de la libra aumenta y las esperanzas de Marcos Pérez se tiñen con los colores del arcoíris. La siembre de cebollas sobrevivió a las veleidades del tiempo, resistió las plagas, mantuvo a raya las malas hierbas. El futuro es prometedor. Los meses de trabajo serán recompensados.
¿Recompensados?
El momento donde Marcos puede encontrar su redención le es arrebatado por los barcos que, cargados de cebolla, son autorizados a descargar en puerto arrojando cebollas a granel y derrumbando el precio. El último jinete del apocalipsis ha llegado a Haina.
El libre comercio y los permisos de importación tan lucrativos para quien los otorga como para quien los recibe. Malditos sean todos coño. Cada barco trae suficiente cebolla para arruinar a Marcos y lo hace. Lo arruina sin que pueda salvarlo el hombre que brinca charcos que ni se entera de su desgracia y aun si lo supiera nada haría porque en 37 visitas sorpresas al campo ha prometido 546 millones de pesos, ha entregado solamente 63 y no ha entendido que el agricultor más que préstamos necesita precios para sus productos. Marcos comentaba hace unos días: “Melvin, a ocho pesos no puedo vender ni vivir”. Entonces toma un puñado de libras de cebolla al azar que me regala en otro ritual que le he visto vivir por años, tantos, que no me alcanza ni la indignación ni el enojo para maldecir a los culpables.
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