Pasear salteadores en caravanas

Por Oscar López Reyes

Permisivo en el remanso de la fragancia del poder, el Mayúsculo de Danilo aventajó, silbando en el señorío de las hormonas de crecimiento, a Alí Babá y los 40 ladrones. Y, en la cueva de la rapiña estatal, a los fiscales habrá que preguntarles si ya averiguaron si de los archivos del Palacio Nacional se llevaron el título de propiedad de esa mansión, para venderlo, aunque les dieran cachetazos y pasearan, con taparrabos como los indios, en caravanas por la concurrida avenida de Los Sinsabores.

Bajo el Sol y las lluvias, políticos que dan salivazos con ternura, funcionarios               lagartos y falderos, generales truqueros, “misioneros” embrujados y cabos con uniformes desteñidos sacan dinerales del aire y de sombreros, como clarividentes/abracadabras del parque Enriquillo. Y emperadores del derecho, testaferros y prestanombres esconden detrás de puertas y ventanas las profanaciones de las arcas gubernamentales, como si fuera la tumba de Trujillo.

El Mayúsculo perdió la chaveta en los sarpullidos de la afectividad y concedió licencias sin arrugas a una flotilla de salteadores profesionales que, vestidos con ropajes de siluetas, gafas oscuras y correas de cachas anchas, ahora prefieren disfrutar sus multimillonarias chiripas en las cuevas de Las Maravillas (San Pedro-La Romana), Pelempito (Pedernales), Los tres ojos (Santo Domingo Este), del Pomier (San Cristóbal) y Cabarete (Puerto Plata), pero sin brazaletes en plena Luna llena, para recrearse con las pinturas rupestres, los reptiles y las aves.

(Si viviera, el profesor Lipe Collado, autor de El Tíguere Dominicano y otras relevantes obras, nos recordara: “se los dije”, porque “conocía a ese bacalao, aunque viniera disfrazado”. Sus palabras de mediados de abril del 2012 se grabaron en nuestra memoria como una película impactante: “Como se pintan las cosas, los dominicanos van a elegir a Danilo, un maleante, y van a llorar lágrimas de sangre. El cree que con el dinero todo se puede y para alcanzar su objetivo no tiene límites ni mide las consecuencias…”. Las escucharon, en la cafetería de Ikea, el anfitrión de la tertulia, Jimmy Sierra (E.P.D); Héctor Tineo, Claudio Cabrera, Juan José Encarnación, Catalina Tolentino y otros de Villa Juana).

En las oficinas públicas, los Danilistas no vendieron animalitos curativos ni buscaron cucarachas. Comieron con sus damas, y se sirvieron con la cuchara grande. Cargaron con un botín y con sus corazones generosos no dejaron un céntimo siquiera para que paguen las prestaciones a sus seguidores que han sido desvinculados, ni les acompañan (doblemente desamparados) en la placita de las protestas de la esquinita de la México con Delgado.

–       “¡Sésamo: ábrete!”.

¿Superaron a Alí Babá?

–       “¡Sésamo: ciérrate!”.

¿Ahora son más, y con mayor kilometraje, los gángsteres oficiales que cuando Balaguer?

Esos santos/ladrones sin crucifijos -canonizados sólo por abogados con aspavientos y sin almas- sienten el olor fúnebre de capillas ardientes, y en el enmudecimiento se oyen aplausos prolongados a los fiscales que por pipá instrumentan acusaciones, que son un preaviso con resfriado a uno que a otro de los de nuevo cuño que han llegado con ideas fantásticas, como apoderarse de un leopardo o un tigre de bengala en el zoológico de la ciudad.

 Las tajadas villanas de originales chancletuses civiles y militares -ahora ultraterrenos- motivan, morbosamente, a que subalternos y ciudadanos comunes no sigan entreteniendo sus mandíbulas con mondongos ni plátanos con aceite. Ellos abren los manubrios de palacetes gastronómicos para complacer, con manjares a la carta, antojos y caprichos, en la escucha de músicos y cantantes, en ocasiones el zumbido mágico de los océanos.

El Maquito ilustra como uno de los bandidos, triviales y malabaristas, y sus revelaciones -igual que las de otros Danilistas que constan en pliegos de documentos fiscales- son creíbles y ya son condenados por los parroquianos sin necesidad de dictámenes de jueces, que durante años dan tumbos de tribunales en tribunales, buscándole la quinta pata al gato, con los tecnicismos más chabacanos.

Vamos a divertirnos, brevemente, con El Maquito. Un mediodía melancólico tuvo la idea más atrevida: ir al parqueo del Departamento de Robos del Palacio de la Policía, y llevarse carros y motores de sus agentes, vestido con un traje de primer teniente de ese cuerpo represivo. A cada afectado llamaba por teléfono, y le exhortaba a que se tomara un analgésico, y a los tres días le indicaba, por la misma vía, el destacamento de la fuerza pública en el cual había dejado los autos.

La primera vez que El Maquito robó eran las tres y dos minutos de la madrugada. Desde que sustrajo tres miserables millones de pesos en el apartamento de una tercera planta de un condominio capitalino, tuvo que abrir la puerta del baño, bajarse bruscamente los pantalones y poner las nalgas sobre el inodoro, como si se hubiera bebido un purgante. Prontito despertó a los durmientes.

El dueño de la vivienda, El Diablo Rojo, saltó de la cama en pijama y con sus lentes en un hombro salió del aposento sin ningún tipo de arma, y metió la cabeza en el cuarto donde alborotaba la vasija. El Maquito –que lucía tener hormonas femeninas- enseguida tiró en el suelo la bolsa con los cuartos y un revolver de juguete que portaba, levantó los brazos y rogó a gritos por el perdón.

Con el hurto número 120, sin ser descubierto, alcanzó la categoría de ladrón profesional, y entonces se cansó. Viejos policías compinches de alto rango lo engancharon, para que hurtara con una pistola en el cinto y le diera sus algo de los emolumentos. Tenía tanta inteligencia y habilidad que ascendió a alto oficial. Ha sido parte de las operaciones Anti-Pulpo, Coral y Caracol, pero nadie aún lo ha mencionado.

Sagaz como una culebra en el agua, El Maquito calculó que no tenía escape. Para no ensuciar su nombre, y no involucrar a compañeros de aventuras ni a oficiales que le ayudaron antes y después de ser policía, prefirió efectuar un lance soberbio desde un avión, para que ni siquiera apareciera su cadáver y ni le hicieran un estudio científico que suministrara informaciones sobre sus malas andanzas.

Burló todos los registros oficiales (incluidos los de rayos X) en el aeropuerto El Cercado, con un bulto desaliñado en el cual llevaba un pasaporte falso, un cortaplumas y un sandwich, y abordó el vuelo 501 de la línea La Cuenca, con destino a Islas Ciegas. Le tocó el asiento más próximo a la puerta de urgencia.

Cuando el aeroplano volaba a dos mil metros de altura, discretamente desprendió un paraguas del portamaletas del techo superior (que se asemejaba a un paracaídas), arrebató a una tripulante un pañuelo rojo que tenía en el cuello, abrió una barandilla de emergencia y pujando se arrojó hacia el Océano Pacífico, con las piernas abiertas.

Un pasajero habilidoso cerró prontamente la puerta, e impidió una tragedia mayor, mientras El Maquito bajaba precipitadamente y, en ocasiones, subía lentamente. Sin que nadie se enterara de esa tragedia, por las abrumadoras noticias sobre la pandemia, cayó alelado encima de una caravana de hambrientos tiburones, que divertidamente lo pasearon por el mar, haciendo burbujas.

Luego que se cansaron de su parranda, lo levantaron por los dos brazos y las dos piernas, estando ya sucumbido y saturado de vientos hasta en los pellejos y los huesos. Desde el avión, un experto observó, con un binocular, los movimientos compulsivos de los peces de 5 metros de largo y el instante en que éstos   se tragaban un cadáver.

El Maquito murió feliz y libre de culpas. No fue sentenciado ni delató a más de 50 de involucrados en Anti-Pulpo, Coral, Caracol y otras operaciones que se avecinan. Las pruebas corporales de este hábil policía fueron devoradas por las saladas aguas azules de una inmensidad marítima.

Un solitario ojo abierto, que flotaba en un vaivén, divisaba en la distancia náutica que Benoni, Alexis, Rossy, Flete, Rafael, Girón, Ramón, Juan, Alejandro, Alburquerque y otros imputados miraban las caras duras de los jueces, que dispusieron que fueran enclaustrados en idílicos barrotes carcelarios, donde están libres para tararear con holguras boleros, merengues y serenatas.

El Motín

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