Cura británico que predijo la existencia de agujeros negros hace casi 200 años

La existencia de los agujeros negros es una idea desconcertante, especialmente si se considera que miles de millones de ellos podrían poblar el cosmos.

Durante décadas en el siglo XX, físicos eminentes se negaron a creer que pudieran ser reales, ignorando lo que predecían las matemáticas. Entre estos escépticos se encontraba incluso Albert Einstein, cuya propia teoría de la relatividad general hizo posibles los agujeros negros.

Sin embargo, hubo una persona que mostró una notable presciencia sobre los agujeros negros, y lo hizo mucho antes de que Einstein naciera.

Utilizando únicamente las leyes newtonianas, un clérigo británico poco conocido llamado John Michell anticipó estos objetos astronómicamente extraños de algunas maneras considerables y sorprendentes, allá por el siglo XVIII.

Pensador independiente

Michell nació en 1724 en el pueblo de Eakring, Inglaterra. Era hijo de Gilbert Michell, el rector de la parroquia, y su esposa Obedience Gerrard. John, educado en casa junto con su hermano y hermana menores, adquirió desde joven la fama de aprendiz rápido y perspicaz.

Según el historiador Russell McCormmach, a su padre Gilbert le gustaba citar a un amigo de la familia que describió a John como alguien con «la cabeza más clara que jamás había conocido».

Gilbert valoraba la independencia de pensamiento y se describía a sí mismo como alguien «no apegado a ningún organismo o denominación de hombres en el mundo».

La familia seguía el cristianismo latitudinario, una tradición que veneraba la razón por encima de la doctrina excesiva y que se originó en la Universidad de Cambridge bajo la dirección de Isaac Newton. Así que, cuando llegó el momento de que John ingresara a la universidad, fue a Cambridge. Con una abundante oferta de cafeterías y una comunidad íntima de solo 400 estudiantes, la universidad era un escenario ideal para el discurso intelectual. Michell permaneció allí durante más de 20 años en diversos puestos, estudiando y enseñando en disciplinas como hebreo, griego, aritmética, teología y geología.

Era un experimentalista comprometido y, como dice Archibald Geikie, otro biógrafo, «le gustaba construir sus propios aparatos… Sus habitaciones en la [universidad] de Queens, con todos sus implementos y maquinaria, a veces parecían un taller».

También fue durante sus años en Cambridge cuando empezó a mostrar su capacidad de previsión científica.

En 1750 publicó un artículo sobre el magnetismo, donde introdujo al menos una ley completamente nueva (la «ley del cuadrado inverso») que impulsó la aplicación de los imanes en la navegación. En 1760, publicó un artículo sobre la mecánica de los terremotos, donde describía las capas estratificadas de la Tierra que ahora se sabe que componen su «corteza» y demostraba cómo los terremotos se mueven a través de estas capas en forma de ondas.

También mostró una forma de estimar el epicentro y el foco del catastrófico terremoto de Lisboa de 1755 y exploró la idea de que los terremotos submarinos podrían causar tsunamis.

Después de dejar Cambridge en 1764, se casó con Sarah Williamson y se mudó a Thornhill, en Yorkshire, para seguir los pasos de su padre como rector parroquial. Sarah murió al año siguiente y Michell se volvió a casar con Ann Brecknock en 1773. Además de su trabajo en la iglesia, mantuvo correspondencia con otros filósofos naturales e intelectuales de la época, incluido el erudito estadounidense Benjamín Franklin.

Desde una perspectiva del siglo XXI, la idea de que un miembro de la iglesia cristiana esté en el centro de la vida científica puede parecer sorprendente. Pero, como la mayoría de los intelectuales del siglo XVIII, Michell no hizo la distinción entre religión y ciencia.

Sin conflicto entre Dios y la ciencia

La introducción de los telescopios a principios del siglo XVII provocó una gran agitación filosófica en toda Europa.

La jerarquía fija y observable de la creación de Dios –la Tierra y los cielos– fue derrocada por lo que el historiador científico Alexandre Koyré llama un «Universo indefinido e incluso infinito» que debía entenderse mediante la observación de «sus componentes y leyes fundamentales».

Pero para pensadores como Michell, esta revolución no desplazó a Dios, simplemente renovó su misterio: las leyes naturales bajo investigación seguían siendo las leyes de Dios.

Como Newton había escrito en 1704: «Nuestro deber hacia [Dios], así como el de unos hacia otros, se nos aparecerá por la luz de la Naturaleza».

Fue este cristianismo newtoniano el que siguió Michell.

Como dice McCormmach, «las verdades de su religión estaban de acuerdo con las verdades de la naturaleza». Así, además de sus deberes parroquiales, Michell centró gradualmente su atención en la cosmología y, en particular, en la naturaleza de la gravedad.

Este fue el ámbito en el que produjo una obra que era a la vez revolucionaria y profética, incluso mucho después de su propia muerte.

Michell construyó su propio telescopio reflector de 3 metros y, en 1767, fue el primero en aplicar los nuevos métodos matemáticos de estadística al estudio de las estrellas visibles, demostrando que cúmulos como las Pléyades no podían explicarse mediante una distribución aleatoria y debían ser una consecuencia de la atracción gravitacional.

En 1783, el amigo de Michell, Henry Cavendish, le escribió mencionando algunas dificultades que Michell estaba teniendo con la construcción de un telescopio nuevo, aún más grande. «Si su salud no le permite continuar con eso», escribió, «espero que al menos le permita la tarea más fácil y menos laboriosa de pesar el mundo».

Suena como una broma, y tal vez pretendía ser divertido, pero Cavendish se refería a un esfuerzo real.

Michell había estado trabajando en una balanza de torsión, un dispositivo que le permitiría estimar la densidad del planeta Tierra midiendo la atracción gravitacional entre pesos de plomo. Murió antes de poder utilizar el aparato, pero después de su muerte pasó a Cavendish, quien realizó el experimento en 1797.

Este calculó la densidad de la Tierra con una precisión del 1 % del valor ahora aceptado.

La precisión del resultado de Cavendish no se superó hasta 1895, y todavía hoy se utiliza una variación del aparato de Michell para medir la constante gravitacional: la fuerza de la atracción gravitacional que opera en todo el Universo.

Agujeros negros

El mismo año de la carta de Cavendish, Michell publicó un artículo que contenía una hipótesis que, aunque resultó menos duradera desde el punto de vista científico, era quizás la más brillante en su percepción.

Utilizando principios newtonianos, comenzó explicando cómo se podía establecer la densidad de las estrellas observando la forma en que su gravitación afectaba a otros cuerpos cercanos, por ejemplo las órbitas de otras estrellas o cometas. Michell luego pasó a discutir cómo el comportamiento de la luz podría usarse para fines similares: «Supongamos ahora que las partículas de luz se atraen de la misma manera que todos los demás cuerpos que conocemos… de los cuales no puede haber ninguna duda razonable, siendo la gravitación, hasta donde sabemos (…), una ley universal de la naturaleza.»

La teoría de las partículas o «corpuscular» de la luz había sido propuesta por Isaac Newton unos 80 años antes y, aunque nadie había podido demostrarla, seguía siendo la creencia dominante en la época de Michell.

Michell explicó cómo el comportamiento de la luz bajo la gravedad podría ofrecer una forma de calcular la densidad de las estrellas, al menos hipotéticamente, sobre todo si una estrella era «lo suficientemente grande como para afectar la velocidad de la luz que emana de ella».

Aunque la comprensión actual es que estaba equivocado acerca del impacto de la gravedad en la velocidad de la luz (no se ralentiza), su razonamiento era sólido.

Siguiendo los mismos principios, Michell dedujo (esta vez correctamente) que también era posible que la gravedad de los cuerpos astrales más masivos pudiera dominar por completo sus propios rayos de luz.

Para que una estrella logre esto, necesitaría tener la misma densidad que el Sol y unas 500 veces su tamaño. Inicialmente, la luz escaparía de dicha estrella, tal vez dirigiéndose a planetas en órbita cercanas, pero, explicó Michell, «tendría que regresar hacia ella, por su propia gravedad».

Dado que la luz de una estrella así no podría llegar hasta nosotros, «no podríamos tener información a simple vista», pero aún podríamos detectarla a partir de irregularidades en las órbitas de otros cuerpos astrales cercanos causadas por la gravedad de la estrella invisible, «lo cual no sería fácilmente explicable con ninguna otra hipótesis».

Estas especulaciones, explicó Michell, estaban «un poco fuera de mi propósito actual», pero contienen quizás la aproximación más cercana a la idea de agujeros negros posible bajo la física newtoniana, sin mencionar un esbozo de un método de trabajo para identificarlos.

El Motín

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