Mientras se enfrentaba a una larga condena de cárcel, la vida que Niyah Smith había soñado siempre parecía imposible de alcanzar. Pero la oportunidad de cambiar su suerte apareció antes de lo que había pensado.
Todo empezó en un Audi A3 que circulaba lentamente en un tibio mediodía londinense. Cuatro jóvenes viajaban a bordo, de regreso de una escapada fugaz a Birmingham. Desde su asiento trasero, Niyah Smith, de 20 años, miró por el espejo retrovisor y se percató de que un auto de la policía se acercaba.
El amigo que se sentaba delante de él también lo había visto. “Todos tranquilos”, les dijo a sus compañeros de viaje. Era un 19 de junio de 2012.
Aparte de algunas infracciones leves de tráfico, Miyah nunca había tenido problemas con la ley.
Había crecido en un bloque en Homerton, en el este de Londres, en unos años en los que la zona tenía mala reputación por ser el escenario de la actuación de bandas violentas.
Pero su madre siempre había soñado con un futuro brillante para él. La llenaba de orgullo con las buenas calificaciones que obtenía en la escuela. El chico adoraba la música y era un talentoso pianista. Había llegado a la universidad y trabajaba como entrenador de tenis para pagar sus estudios.
El vehículo policial los rebasó y encendió sus luces, una señal para que se detuvieran. Niyah se dio cuenta de que el resto de autos alrededor se detuvieron también.
Entonces, mientras el Audi se detenía, vio que llegaba más autos, de los que empezaron a bajarse agentes armados.
Blandiendo sus armas, ordenaron a los ocupantes del Audi que pusieran las manos en alto.
Niyah recuerda que quien viajaba delante de él trató de abrir la puerta, como si fuera a escapar. Pero los agentes abrieron la puerta delantera, le dispararon con una pistola eléctrica y lo arrastraron afuera del auto.
Niyah hizo lo que le dijeron. Salió del vehículo con las manos sobre la cabeza y rápidamente lo esposaron. Desde un seto cercano donde le ubicaron, pudo ver cómo los agentes registraban el carro. Pronto, bajo el asiento del pasajero delantero, justo delante del que ocupaba Niyah, encontraron lo que buscaban.
Cuando Niyah llegó por primera vez a la Prisión de Feltham, una institución para jóvenes infractores en el oeste de Londres donde debería pasar su periodo de prisión provisional, aún no había digerido el shock de su arresto. Entre los muros de Feltham, su desconcierto no haría sino crecer. Con sus complicadas reglas y protocolos, y sus largas galerías y relanos, sentía que había entrado en otro mundo.
Antes de que lo guiaran hasta el ala de recepción de nuevos internos, un funcionario le detalló la lista de reglas de la prisión. Todo era nuevo para Hiyah. No había compartido habitación desde que tenía 8 años, cuando lo hacía con su hermano mayor, pero ahora le informaban de que iba a tener un compañero de celda.
Niyah se preguntaba si se llevarían bien, si el otro tipo roncaría. De vez en cuando se eguía buscando su celular en el bolsillo, pero ya no estaba ahí.
Niyah no estaba seguro de si iba a sobrevivir a la experiencia.
Ahora tenía mucho tiempo para pensar en cómo había terminado en Feltham. Pensaba sobre su madre, que, a pesar de que le faltaba una mano, había compaginado dos empleos para sacar adelante a su familia, y en que la cárcel era lo último que ella hubiera querido para él.
Su brillante trayectoria académica y su talento musical no eran lo único a lo que ella le había animado. También se había asegurado de que aprovechara su habilidad jugando al tenis. Hasta que cumplió 13 años, dedicó al juego de la raqueta la mayoría de su tiempo libre, depurando su técnica, manteniéndose en forma y viajando por toda Inglaterra para participar en torneos.
En su mejor momento, llegó a figurar en la lista de los 100 mejores jugadores del país a su edad. Eso le había mantenido lejos de las calles y de los problemas.