Por Sebastián Del Pilar Sánchez
El pueblo de Imbert estuvo entre los primeros de República Dominicana en recibir durante tres días consecutivos -en la primavera de 1967- los vientos de modernidad de la iglesia católica, en una convivencia de jóvenes que compartieron y fraternizaron en torno a las novedades religiosas incorporadas por el Concilio Vaticano II, iniciado en 1962 por el papa Juan XXIII.
Hasta entonces sólo se conocían escasos detalles sobre reuniones de igual naturaleza que se efectuaron en los municipios de Santiago y Salcedo, dirigidas por el carismático sacerdote Pedro Vinicio Disla Almánzar, con el apoyo de monseñor Hugo Eduardo Polanco Brito, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Santo Domingo y de monseñor Roque Antonio Adames Rodríguez, obispo de Santiago.
El padre Disla lucía ser en esa época el más brioso adalid de la renovación eclesiástica, ya que comprendía a cabalidad la conveniencia de que la iglesia latinoamericana se acercase a los anhelos y sueños de los pueblos oprimidos, aunque su planteamiento nunca se afilió a la corriente que surgía en América Latina -desde la iglesia de Brasil- postulando la Teología de la Liberación como teoría de compromiso con la problemática social, guiada por el obispo y poeta catalán Pedro Casaldáliga y el sacerdote Leonardo Boff.
El padre Disla era un individuo muy inteligente y perspicaz, por lo que percibió entonces con mucha claridad que el mundo se orientaba hacia una sociedad más participativa y humana, y que la iglesia no podría permanecer en una actitud puramente contemplativa. Había estado dos años en la Habana, realizando estudios en el Noviciado de la Compañía de Jesús, donde se percató de la afinidad de la juventud con el proceso de cambio que comenzó en 1959 con la Revolución Cubana.
Ese hecho estremeció su conciencia, potenció su lucidez de juicio y le hizo comprender que era inminente y necesario un cambio en la liturgia y el culto religioso. Por eso, a su regresó al país en 1962 manifestaba una reflexión profunda sobre la función social de la Iglesia, que compartiría con los jóvenes seminaristas que pasaron a ser sus compañeros en las cátedras de teología y filosofía del Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino.
No fue extraño que tras recibir la ordenación sacerdotal, el 27 de junio de 1964, por parte de monseñor Polanco Brito, entonces obispo de la Diócesis de Santiago, el padre Disla consiguiese un puesto de maestro en el Seminario Menor San Pio X, de Licey Al Medio, donde enseñaría lo que sabía y combinaría el rol educativo con la difusión de sus ideas como columnista de la revista católica “Amigo del Hogar”, para convertirse en un constructor eficaz y constante del perfil de avanzada de la Iglesia.
Ello se manifestó en la primera convivencia juvenil realizada en Santiago y luego en Salcedo, donde mostró con claridad que sus ideas serían un medio de acción cristiana para fomentar la unión y la solidaridad entre los jóvenes, al lograr sumar en la rama directiva de su proyecto a miembros de importantes familias de la región del Cibao con sobrada desenvoltura social y conciencia crítica.
Lo mismo ocurriría en la convivencia de Imbert, efectuada en 1967, que aumentó su inspiración y afianzó su propósito de exponer sus sentimientos, divulgar sus experiencias y compartir su visión de cambio con la juventud de toda la zona Norte, como se plasmaría poco después en los encuentros de jóvenes efectuados en los municipios de Tenares, Cotuí, Guayubín, Los Hidalgos y Luperón, donde se puso a prueba su ingenio, su empeño creativo y su laboriosidad.
Con 32 años de edad, este joven sacerdote, natural de la comunidad de San José de Conuco, municipio de Villa Tapia, lideraba la orientación progresista de la iglesia, con un concepto doctrinal que concordaba con la pauta ofrecida por el papa Paulo VI, en la ceremonia oficiada el domingo 7 de marzo de 1965, en la parroquia “De Todos los Santos”, en la ciudad de Roma, dando inicio a la modernización de la iglesia oficiando por primera vez en la historia una misa en italiano, haciendo realidad la ordenanza del Concilio Vaticano II que puso fin al predomino del latín para que el acto litúrgico se hiciese en los idiomas locales.
Trascendencia del evento
Esta reunión en Imbert produjo mucho entusiasmo en la juventud de todo el Cibao, debido a que el tema central era la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue sabiamente enfocado por un joven profesor de Salcedo de nombre Diego Pichardo, quien ofreció en el club Baraguana una cátedra histórica sin igual, enfatizando en el contenido de que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, y analizando la historia del documento aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, que se inspiró en un texto anterior divulgado durante la Revolución Francesa de 1789.
Pichardo criticó con vigor las flagrantes violaciones a los derechos humanos que ocurrían a diario en el país, producto de la naturaleza represiva de un gobierno empeñado en la persecución de las ideas de sus adversarios; que penalizaba con cárcel o exilio cualquier manifestación de simpatía por un partido distinto al gobernante y que ponía limitaciones a la libertad de pensar, de transitar y de organizarse libremente.
El joven profesor pidió al auditorio defender con ardor sus ideas y hacer conciencia de que el derecho a la integridad física y psíquica implicaba la preservación, sin detrimento alguno, de la plenitud corporal y mental del individuo, debiendo castigarse cualquier procedimiento represivo tendente a la privación de su libertad o a su inhabilitación intencional.
Finalizada su ponencia, subió al podio un muchacho de unos 16 años que nadie conocía en el lugar, pero que llamó mucho la atención al ser presentado como sobrino de las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, heroínas de Salcedo, asesinadas el 25 de noviembre de 1960 por su aborrecimiento a los abusos de la dictadura de Trujillo.
Este adolescente se llamaba Jaime Rafael Fernández Mirabal y era el segundo hijo del matrimonio de los señores Jaime Fernández Camilo y Bélgica Adela Mirabal Reyes, residentes en la comunidad de Ojo de Agua, Salcedo. Sus conocidos lo llamaban cariñosamente Jimmy Fernández, quien tenía una apariencia de adolescente, aunque asombrosamente estaba concluyendo el bachillerato.
Este era un muchacho de pelo lacio recortado, buena estatura y vestía en la ocasión camisa azul, pantalón jeans de color blanco (tipo Lee) y unos tenis “Converse All Star”. Al principio de su intervención lucía nervioso, pero luego de su identificación inicial, logró serenarse y encantar al público con su buena dicción y dominio magistral de las ideas y la historia.
Jimmy Fernández tocó el tema de la bandera y el escudo y planteó su apreciación sobre la cruz en la bandera simbolizando la esencia cristiana de la redención y sobre la biblia abierta en el capítulo 8, versículo 32 del evangelio de San Juan. Y en la medida que hablaba, una carga emotiva se apoderó del ambiente y el chico sería varias veces ovacionado por la firmeza de sus criterios y el don de convencimiento que poseía al hacer gala de ilustración y emocionar al auditorio, citando casi de memoria los ideales y pensamientos del patricio Juan Pablo Duarte, para despertar el fervor nacionalista de los jóvenes.
Luego vino un momento de recreación donde los asistentes compartieron sentimientos y opiniones que servían para tonificar el espíritu, y poco después se escuchó la voz orientadora del padre Vinicio Disla para improvisar un coro y entonar una hermosa canción de liturgia, llamada La Calzada de Emaús, entonada a capela con su voz grave de trovador, bien modulada, percibiéndose los sonidos de sus letras con absoluta nitidez y musicalidad:
“Por la calzada de Emaús/un peregrino iba conmigo/no le conocí al caminar/ahora sí, en la fracción del pan/¿Qué llevabas conversando?/me dijiste, buen amigo/y me detuve asombrado/a la vera del camino/¿No sabes lo que ha pasado/ allá en Jerusalén/con Jesús de Nazaret/a quien clavaron en cruz?/Por eso me vuelvo triste /a mi aldea de Emaús/Van tres días que se ha muerto/ y se acaba mi esperanza/dicen que algunas mujeres/al sepulcro fueron de alba /Pedro, Juan y algunos otros /hoy también allá buscaron/se ha acabado mi esperanza/no encontraron a Jesús/Por eso me vuelvo triste/a mi aldea de Emaús”.
Fue una verdadera sorpresa verlo cantar con tanta alegría, acompañado de un coro espontaneo de tonos contrapuestos que sonaban sin embargo melodiosos y cautivaba la concurrencia que coreaba la canción. El canturreaba desde pequeño en San José de Conuco donde animaba -junto a sus hermanos- las veladas culturales y las ceremonias religiosas.
Luego se cantó “Viva la gente”, un himno escrito en el año 1965 por una organización del mismo nombre, para crear conciencia sobre la necesidad de establecer una sociedad más humana y justa; y seguidamente, los asistentes entonaron los temas “De Colores” y “De qué color es la piel de Dios”; así como otras novedades con letras que resaltaban el valor del prójimo, o que criticaban la desigualdad social y racial.
Un aspecto sobresaliente de aquella jornada fue el uso de guitarras y tambores, como instrumentos musicales indicativos del cambio que se verificaba en la iglesia, aunque esa innovación escandalizaba a algunos padres de aquellos jóvenes que no podían asimilar el cambio, pues entendían que eso era profanación del protocolo religioso.
En este escenario de Imbert se estrenó la maravillosa voz del cantautor santiaguero Ramón Leonardo, quien participó en el evento como parte de la delegación de Santiago de los Caballeros, integrada por su hermano José Leoncio Blanco, Martha Beato, Sergio Grullón, Fabio Ureña, los hermanos Miguel, Rafael y Peng Bian Sang Ben, y un joven que siempre recordamos porque al término de cada charla, lanzaba un “¡Viva Pancho Villa, coño!”, que era un grito de alegría, que generaba hilaridad y satisfacción en el auditorio.
Igualmente recordamos que representando a la entonces provincia de Salcedo, que hoy lleva el nombre de las hermanas Mirabal, estaban -además de los oradores mencionados-, Jaime Enrique Fernández, el hermano mayor de Jimmy; Miguel Español, los hermanos Giovanny y Arturo Bloise, así como un joven profesor de Educación Física, de nombre Mamerto, quien estuvo casado entonces con una bellísima chica imberteña, estudiante universitaria de psicología, que era hermana de la distinguida maestra de la escuela primaria, Pura Isabel de la Rosa.
El evento fue un derroche de alegría, festividad, energía y emoción, y logró sensibilizar a los jóvenes, estimulando la solidaridad y despertando el interés por los asuntos espirítales; además de que fue aprovechado como foro de denuncia contra la intolerancia, la represión y los atropellos a los derechos humanos.
Acogida y repercusión del encuentro
Hay que reconocer el gran esfuerzo que hizo el cura párroco de la iglesia Nuestra Señora de Las Mercedes, el reverendo padre Benito Taveras, quien se ocupó personalmente del montaje del evento; pues sin su concurso no se hubiese logrado el éxito, ya que fue él quien integró el equipo organizador formado por Nidia Parra, su asistente honorifica; Máximo Hevia, Ana Vania Sosa, Mario Domínguez García (Sally), los hermanos Franklin y Leonardo Mercado, Norma y Charo Díaz, Héctor y Rosín Canahuate, Charo López, Celia Almonte, Juan Manuel y Anamaría Alcántara.
También por Sonia Portes Mena, Nancy y Nieves -Mamita- Silverio, Damaris Checo, Antía Hernández, Marisa Cabrera, Nelson Abraham López Cabrera, Carmen Díaz, Milagros Rodríguez y Luis Alberto Canahuate Rodríguez.
Ellos se encargaron de garantizar el hospedaje de los visitantes en casas de familia, donde fueron acogidos de manera afectuosa. Por ejemplo, los hermanos Bloise, de Salcedo y el cantautor Ramón Leonardo, fueron instalados en las residencias de don Miguel Reyes y de los esposos Picho Cabrera y Laura Francisco. Y otros fueron alojados en el hotel Ideal de Rogelio Collado y en el de la señora Teté Luciano.
Muchos recuerdan a Ramón Leonardo, con 17 años, rasgueando su guitarra y cantando un tema de su autoría, llamado “Todos somos iguales”, en la galería de la familia Reyes Cabrera, para diversión de los residentes de la calle Ezequiel Gallardo; en especial, los hijos de aquella casa, que eran Aura, Socorro y el pequeño Fausto Miguel.
Esta convivencia enseñó a la juventud a valorar los símbolos patrios y la historia nacional y contribuyó a que la juventud pusiera en primer plano los valores de la familia y los conceptos sobre igualdad, derechos y justicia.
De tal manera que sus temas continuarían gravitando en las tertulias nocturnas que se realizaban en el parque Sánchez, donde confluían los jóvenes Rafael Tamayo Ureña, Miguelito Parra, Vicente Martínez, Andrés Alejandro Brito, Carlos –El Erizo- Tamayo, Leo González, Iván Reyes Levy, Martín Rodríguez (Papi Quicio), Heriberto Díaz, Cucho Díaz, Tomás Martínez, Héctor Canahuate, Juan Danilo Collado, Ernestico Martínez, Nelson López, Ñoña Mercado, Chito y Rafuche Guzmán.
Igualmente, Juan Tomás Díaz Polanco, Danny Henríquez, Bulilo y Tuñi Vargas Oliver, José Emilio, Lorenzo y Juan Gómez Marín, Sócrates Luciano, Gallego Tejada, Adalberto Martínez, Danilo Cruz (El Japonés), Fefo Severino, Aristalco Dorrejo, Carlitos Cañón, Pucito Cabrera, Cabito Tavárez, Papi Reyes, Johnny Folch, Liberato Pérez (Comehielo), Víctor Pitilla, José Jaso y Julio Colón, Luis Tomás Alcántara, Chiche Buche y Negro Vargas, Pasiro el árabe, José Sapito, Calolo y Eddy Heinsen, Quique y Máximo Cruz (El doctor), Taningo el de Pérez, entre otros.
Los temas de discusión diaria giraban sobre el marxismo y el cuestionamiento a la existencia Dios, pero fueron perdieron fuerza por el resultado positivo de la Convivencia, pues los chicos preferían hablar de otros asuntos y recrearse escuchando a Noña Mercado improvisar un chiste picante, o a Mamerto Cruz (el Japonés) interrumpiendo la solemnidad de una tertulia para introducir con su voz insurrecta la vulgaridad de un cuento colorado que narraba en secuencia interminable, produciendo la risa delirante de los oyentes sentados en las banquetas del parque.
Después de la convivencia, los animados y risueños jóvenes asistían cada domingo a los actos religiosos oficiados en dos tandas por el reverendo padre Benito Taveras, quien comenzaba la primera misa a las seis de la mañana, a la que iban -como era la costumbre- los adultos de mayor edad y con ineludibles compromisos económicos. La segunda se iniciaba a las ocho y adquiría un fascinante atractivo cuando asomaba en el área la figura esbelta de Pelvis Portes Martínez, quien llegaba regularmente minutos después de iniciada la actividad religiosa, conduciendo un potro de paso fino y causando la envidia de los hombres y la callada admiración de las mujeres que estaban allí avitualladas de sus mejores vestidos, como en una competencia de modelaje. Sobre todo, las chicas quinceañeras que exhibían los trajes actualizados confeccionados por la señora Evi de Cabrera, una comerciante española considerada la mejor diseñadora del pueblo.
A los chicos -fuera y dentro del recinto religioso- les fascinaba el despliegue de energías virginales que manifestaba una chiquilla llamada Angelita Tamayo Sención, quien era la hija del celoso juez de paz, Felito Tamayo Balaguer y de la señora Bernarda Sención, quien se movía contorneando delicadamente su cuerpo y pisando en la acera como si fuese una princesa posando sus zapatillas en la alfombra roja de un cuento de hadas.
Igualmente satisfacía la esplendorosa gracia de Dalia Henríquez Marín, con su exquisita ternura y su trato amigable; los bellos ojos de su hermana Sara Isa Henríquez, convocando la inevitable mirada de los chicos, y la visión esplendente de la bellísima morena Juanita Nurse, o de las tiernas hermanas Irma e Inés Gómez, acompañadas de su inseparable padre, don Tilo; o de las mellizas Doris Altagracia y Doris Mercedes Collado, la primera con sus ojos verdiazules compitiendo con la belleza del mar, y la segunda con su cimbreante cuerpo de quinceañera desbordando vitalidad.
Terminada la misa las chicas regresaban a sus hogares, aunque algunas, con el permiso de sus padres, permanecían un tiempo más sentadas en las banquetas del parque, o recorriendo el perímetro para contactar enamorados y amigos; o en un simple y preconcebido acto de coqueteo que se disfrutaba al máximo escuchando la canción Ding dong del amor, de Leo Favio u otra balada romántica en la voz de Raphael o de Sandro de América, saliendo de la vellonera del Josie Bar, que era encendida cuando concluía el servicio religioso.
Dalia y Sara Isa Henríquez volvían a su residencia de la calle Mella esquina Ezequiel Gallardo en un carro Fiat azul, propiedad de su padre, el hacendado Aquino Henríquez, cabeza principal de variados y prósperos establecimientos comerciales, así como de grandes fincas ganaderas que iban desde la sección Bajabonico Arriba hasta Palma Grande.
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