El mundo arde, y Estados Unidos aviva el fuego

Por Jaime Bruno

El reciente anuncio del presidente Donald Trump sobre el exitoso ataque a tres instalaciones nucleares iraníes (Fordow, Natanz e Isfahán) representa un giro abrupto y de graves consecuencias en la ya tensa arquitectura de la seguridad global. La utilización de bombarderos furtivos B-2 durante la operación confirma que no se trató de un gesto simbólico, sino de una acción calculada para golpear el corazón del desarrollo nuclear iraní. La pregunta ya no es si el Medio Oriente estallará, sino cuánto puede soportar el mundo antes de que el conflicto se convierta en una guerra regional con implicaciones globales.

Este ataque unilateral, sin aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, representa una violación flagrante del derecho internacional y coloca a Estados Unidos como agresor proactivo en un conflicto donde los matices diplomáticos fueron ignorados. Trump, nuevamente, actúa bajo la lógica del “America First”, pero las consecuencias serán globales, impredecibles y muy posiblemente irreversibles.

Israel, por su parte, se ha mantenido en apoyo tácito y entusiasta. El primer ministro Benjamin Netanyahu ha repetido por años que Irán representa una amenaza existencial para su país. El ataque estadounidense funciona como extensión de la política de disuasión israelí, aunque al costo de escalar directamente hacia una confrontación regional, donde Teherán, con capacidad de respuesta asimétrica en múltiples frentes (Líbano, Siria, Yemen), no se quedará de brazos cruzados.

Teherán ha defendido reiteradamente que sus instalaciones nucleares tienen fines pacíficos. La Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) había confirmado avances en ese sentido, aunque sin descartar sospechas. Con este ataque, sin embargo, el margen para la diplomacia se ha reducido a cenizas. Irán ahora tiene el argumento perfecto para rearmarse sin supervisión internacional. La destrucción de instalaciones no destruye las ideas, solo radicaliza las posiciones.

En vez de contener, Estados Unidos ha legitimado ante los ojos del mundo una posible reacción iraní, lo que podría incluir ataques a intereses estadounidenses en Irak, el Golfo Pérsico o incluso a socios regionales como Arabia Saudita. La geopolítica del petróleo, la seguridad del Estrecho de Ormuz y la estabilidad del sur asiático están ahora en una cuerda mucho más tensa.

Rusia y Ucrania – India y Pakistán: juegos paralelos pero conectados

Mientras Estados Unidos reaviva el polvorín en Medio Oriente, Vladimir Putin continúa su ofensiva en Ucrania, anexando territorios y debilitando la resistencia ucraniana. En este contexto, el ataque a Irán podría ser interpretado por el Kremlin como una oportunidad. Si Occidente se enfoca en Teherán, la presión sobre Moscú disminuye. La estrategia rusa de agotar a Ucrania puede encontrar ahora una distracción útil. Además, el acercamiento táctico entre Irán y Rusia en los últimos años sugiere que Putin podría capitalizar el caos para ampliar su influencia en la región y en el Consejo de Seguridad, donde intentará proyectarse como contrapeso ético y político al “imperialismo estadounidense”.

El conflicto entre India y Pakistán por Cachemira ha entrado en una fase peligrosa. Cualquier estallido entre potencias nucleares como EE. UU. e Irán, o Rusia y Ucrania envía ondas de choque que impactan en esta zona con tensiones históricas no resueltas. Las recientes escaramuzas fronterizas y las retóricas agresivas en ambos parlamentos son señales de que el sur de Asia podría reactivar su propio conflicto mientras el foco internacional mira hacia otro lado. Si Irán responde de forma contundente, el efecto dominó podría incluir a países que buscan reequilibrar fuerzas o distraer crisis internas, como lo han hecho históricamente.

La ONU y OTAN: mediadores ausentes o cómplices pasivos

En teoría, la ONU y la OTAN, que  nacieron como organizaciones para prevenir agresiones y resolver conflictos. En la práctica, han mutado en organizaciónes reactivas, debilitadas por la descoordinación política y el dominio de intereses nacionales sobre los intereses colectivos. Hasta ahora, el rol en estos conflictos ha sido limitado a pronunciamientos tibios y operaciones marginales. Ante el ataque a Irán, la  ONU y la OTAN han guardado silencio o, peor aún, ha permitido que uno de sus miembros clave actúe con total unilateralidad.

Si estas organizaciones no condenan estas acciónes ni se posicionan claramente, se convertirán en cómplices por omisión. Su papel como mediadores internacionales pierde legitimidad y la convierten en un instrumento más de las decisiones imperiales, alejándola de su razón de ser. En un mundo multipolar, eso equivale a la autodestrucción.

Estados Unidos: la paradoja de la casa incendiada que exporta fósforos

Mientras Washington lanza bombas en Medio Oriente, su propio suelo sufre crisis estructurales profundas: aumento del racismo sistémico, violencia armada fuera de control, deterioro de la salud mental, polarización política extrema, y un sistema judicial que favorece el poder económico sobre la justicia social. El gobierno de Trump ha intensificado esta fractura. La política exterior agresiva parece ser una pantalla de humo para desviar la atención de los conflictos internos que carcomen la cohesión nacional.

El ataque a Irán no es una solución; es un agravante. La estrategia de fuego preventivo solo garantiza cenizas futuras. Y si las potencias siguen apostando por la lógica de la imposición y el miedo, el siglo XXI puede convertirse como advirtió Zygmunt Bauman en una era de inseguridad líquida: global, difusa y perpetua.

Frente a líderes que actúan como semidioses, el mundo necesita instituciones firmes, ciudadanos críticos y una nueva ética internacional basada no en el poder de las bombas, sino en la fuerza de la razón y la diplomacia.

El Motín