El hijo de la mafia que se rebeló contra su destino

Una bala perdida en una reyerta entre clanes en el centro de Nápoles había alcanzado pocos días antes a una niña de cuatro años mientras tomaba algo en una terraza con su abuela. La historia de Noemi, la pequeña que terminó en coma por culpa de las heridas en los pulmones que le provocó la munición de guerra utilizada, había dado la vuelta al mundo. Antonio vio la noticia en el telediario justo cuando ya no sabía cómo canalizar el malestar acumulado durante toda una vida de omertà (silencio). Al día siguiente, el 5 de mayo de 2019, decidió acudir a la manifestación convocada en contra de Camorra con tres amigos. Sin plan, solo para acompañar a aquella gente. Pero cuando escuchó que todos los hijos de mafiosos eran iguales, pidió el megáfono.

—Me llamo Antonio Piccirillo. Soy hijo de Rosario Piccirillo, que en su vida cometió muchos errores y fue un camorrista. Amad siempre a vuestros padres, pero disociaos de su estilo de vida, porque no conduce a nada y solo provoca sufrimiento. La mala vida siempre ha sido un asco. Hoy y hace 150 años.

La ley del silencio

El padre de Antonio, apodado O’biondo (el rubio) y hoy en la cárcel, es hijo de aquel contexto histórico y tomó el relevo de una generación de mafiosos hoy ya casi extinta. Elegante, guapo, siempre bien vestido y discreto. Nada de ruido, siempre buenas palabras. El prototipo del viejo estilo. Entró y salió de prisión durante años. Nunca delató a nadie y mantuvo su imagen. Y lo último que uno espera en este tipo de familias, donde el silencio es la ley, es que un hijo salga públicamente denunciando esa clase de vida con un megáfono en la mano.

Antonio, 27 años, rubio, ojos verdes, está sentado el martes al mediodía en la mesa de una pequeña taberna del mercado de Santa Lucía. Creció en una familia de la Camorra. Y eso, sustancialmente, dice enseguida, implica tener pocos recuerdos. “Mi padre estuvo muchos años entrando y saliendo. Nos veíamos por breves periodos. No tengo apenas fotos con él. Fue una infancia, digamos, de ausencias. Pero parecía todo normal. No éramos la típica familia de camorristas, en casa se fingía una normalidad. Así que nos contaban todo el día mentiras para esconder lo que pasaba. Las madres mentirosas, como las llamo yo. Mentiras de buena fe, claro, para no hacernos sufrir. Me decían que mi padre era arquitecto, abogado… y esas mentiras se las cuentas luego a tus amigos, a conocidos”.

El Motín

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