KIEV.-Si la necesidad es la madre del ingenio, la guerra es la partera de la innovación. Cuando las fuerzas rusas avanzaron hacia Kiev en febrero de 2022, pocos pensaron que Ucrania pudiera sobrevivir. Rusia tenía más del doble de soldados que Ucrania. Su presupuesto militar era más de 10 veces superior. Los servicios de inteligencia estadounidenses calculaban que Kiev tardaría una o dos semanas como mucho en caer.
Dado que tenía menos armas y menos soldados, Ucrania recurrió a un aspecto en el que aventajaba al enemigo: la tecnología. Poco después de la invasión, el Gobierno ucranio subió todos sus datos críticos a la nube, para salvaguardar la información y seguir en activo aunque los misiles rusos convirtieran sus oficinas en escombros. El Ministerio de Transformación Digital del país, que el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, había creado solo dos años antes, modificó su aplicación móvil de administración electrónica, Diia, para recopilar datos de código abierto, con el fin de que los ciudadanos pudieran subir fotos y vídeos de unidades militares enemigas. Como las infraestructuras de comunicaciones corrían peligro, los ucranios recurrieron a los satélites Starlink y a las estaciones terrestres suministradas por SpaceX para mantenerse conectados.
Cuando Rusia envió drones de fabricación iraní desde el otro lado de la frontera, Ucrania adquirió sus propios drones especialmente diseñados para interceptar sus ataques y sus militares aprendieron a utilizar armas desconocidas, suministradas por aliados occidentales. En el juego del gato y el ratón de la innovación, Ucrania fue más hábil. Y así, lo que Rusia había previsto que sería una invasión rápida y fácil ha acabado siendo todo lo contrario.
El éxito de Ucrania puede atribuirse en parte a la determinación del pueblo ucranio, la debilidad del ejército ruso y el peso de la ayuda occidental. Pero también se debe a una nueva fuerza que define la política internacional: el poder de innovación. El poder de innovación es la capacidad de inventar, adoptar y adaptar nuevas tecnologías. Refuerza tanto el poder duro como el poder blando. Los sistemas de armamento de alta tecnología aumentan el poderío militar, las nuevas plataformas y las normas que las rigen proporcionan ventajas económicas, y la investigación y las tecnologías de vanguardia aumentan la capacidad de atraer simpatías en todo el mundo. Ya existía una larga tradición de que los Estados utilizaran las innovaciones para proyectar su poder en el extranjero, pero lo que ha cambiado ahora es que esos avances científicos se autoperpetúan. Los progresos en inteligencia artificial, especialmente, no solo abren la puerta a nuevas áreas de descubrimiento científico, sino que aceleran el proceso. La inteligencia artificial multiplica la capacidad de científicos e ingenieros de descubrir tecnologías cada vez más potentes, que a su vez impulsan los avances en la propia inteligencia artificial y en otros campos y, de paso, remodelan el mundo.
La capacidad de innovar más deprisa y mejor —la base sobre la que reside hoy el poder militar, económico y cultural— determinará el resultado de la rivalidad propia de grandes potencias entre Estados Unidos y China. Por ahora, Estados Unidos sigue en cabeza. Pero China se está poniendo al día en muchas áreas y ya ha tomado la delantera en otras. Para salir victorioso de esta contienda, que va a definir nuestro siglo, no bastará con seguir como hasta ahora. El Gobierno estadounidense tendrá que superar sus anquilosados impulsos burocráticos, crear condiciones favorables para la innovación e invertir en las herramientas y el talento necesarios para poner en marcha el círculo virtuoso del progreso tecnológico. Debe comprometerse a promover la innovación al servicio del país y de la democracia. Está en juego nada menos que el futuro de las sociedades libres, los mercados abiertos, el Gobierno democrático y el orden mundial en general.
El conocimiento es poder
El nexo entre innovación tecnológica y dominación mundial existe desde hace siglos, desde los mosquetes que utilizó el conquistador Francisco Pizarro para derrotar al imperio inca hasta los barcos de vapor con los que el comodoro Matthew Perry forzó la apertura de Japón. Pero la velocidad a la que se están produciendo las innovaciones no tiene precedentes. El ejemplo más claro de todos es una de las tecnologías fundamentales de nuestro tiempo: la inteligencia artificial (IA).
Los sistemas actuales de IA ya pueden ofrecer ventajas cruciales en el ámbito militar, con su capacidad de analizar millones de datos, identificar patrones y alertar a los mandos sobre la actividad enemiga. El ejército ucranio, por ejemplo, ha utilizado la IA para examinar de manera eficiente datos de inteligencia, vigilancia y reconocimiento obtenidos de diversas fuentes. Pero es evidente que, cada vez más, los sistemas de IA no se van a limitar a ayudar a los humanos a tomar decisiones, sino que empezarán a tomar decisiones por su cuenta. John Boyd, estratega militar y coronel de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, acuñó el término “bucle OODA” —observar, orientar, decidir, actuar— para describir el proceso de toma de decisiones en combate. Y un dato importantísimo es que la IA podrá llevar a cabo cada elemento de ese bucle mucho más deprisa. Los conflictos pueden ocurrir a la velocidad de los ordenadores, no a la de las personas. Por consiguiente, los sistemas de mando y control en los que las decisiones deben tomarlas personas —o, peor aún, complejas jerarquías militares— saldrán perdiendo frente a sistemas más rápidos y eficientes que cuenten con máquinas y personas.
En otros tiempos, las tecnologías que influían de forma decisiva en la geopolítica —desde el bronce hasta el acero y desde la energía de vapor hasta la fisión nuclear— eran en gran parte singulares. Estaba claro qué nivel tecnológico hacía falta alcanzar, y cuando un país lo conseguía podía competir en igualdad de condiciones. Por el contrario, la inteligencia artificial tiene un carácter generativo. Como ofrece una plataforma para la innovación científica y tecnológica continua, puede generar más innovaciones. Este fenómeno hace que la era de la IA sea fundamentalmente diferente de la Edad del Bronce o la edad del acero. Ahora, en lugar de depender de la riqueza en recursos naturales o el dominio de una tecnología concreta, el poder de un país reside en su capacidad de innovar continuamente.
Es inevitable que este círculo virtuoso se acelere. Cuando la computación cuántica alcance la mayoría de edad, los ordenadores ultrarrápidos permitirán procesar cantidades cada vez mayores de datos, lo que producirá sistemas de IA cada vez más inteligentes. A su vez, estos sistemas de IA podrán generar innovaciones revolucionarias en otros campos nuevos como la biología sintética y la fabricación de semiconductores. La inteligencia artificial cambiará la propia naturaleza de la investigación científica. En lugar de avanzar paso a paso, un estudio detrás de otro, los científicos descubrirán las respuestas a viejas preguntas analizando conjuntos inmensos de datos, lo que dará a las mentes más brillantes del mundo libertad y tiempo para dedicarse a desarrollar nuevas ideas. Como tecnología fundacional, la IA será crucial en la carrera por tener más poder de innovación y servirá de base a innumerables avances futuros en el desarrollo de fármacos, la terapia génica, la ciencia de los materiales, las energías limpias y la propia IA. Unos aviones más rápidos no ayudaron a construir aviones más rápidos; unos ordenadores más rápidos sí ayudarán a construir ordenadores más rápidos.
Todavía más potente que la inteligencia artificial actual es una tecnología más amplia —de momento aún teórica, debido a la potencia de cálculo actual— llamada “inteligencia artificial general”, IAG. Si la IA tradicional está diseñada para resolver un problema específico, la IAG debería ser capaz de ejecutar cualquier tarea mental que pueda ejecutar un ser humano y más. Imaginemos un sistema de IA que pudiera responder a preguntas aparentemente imposibles, como la mejor manera de enseñar inglés a un millón de niños o de tratar un caso de alzhéimer. Aún faltan años, quizá décadas, para la llegada de la IAG, pero el país que antes la desarrolle tendrá una enorme ventaja, puesto que podrá utilizarla para desarrollar versiones cada vez más avanzadas de esa IAG y, de paso, adelantarse en todos los demás campos de la ciencia y la tecnología. Un gran éxito en este ámbito podría inaugurar una era de predominio similar al breve periodo de superioridad nuclear del que disfrutó Estados Unidos a finales de los años cuarenta.
Aunque todavía queda mucho para ver la mayoría de los efectos más transformadores de la IA, la innovación en drones ya está cambiando drásticamente el campo de batalla. En 2020, los drones fabricados en Turquía e Israel fueron decisivos para Azerbaiyán en su guerra contra Armenia por la región de Nagorno Karabaj y le permitieron acumular varias victorias después de más de dos décadas de estancamiento en el campo de batalla. Y la flota ucrania de drones —muchos de ellos modelos comerciales de bajo coste modificados para hacer reconocimientos detrás de las líneas enemigas— ha contribuido de manera fundamental a sus triunfos.
Los drones tienen claras ventajas sobre las armas tradicionales: son más pequeños y baratos, poseen una capacidad de vigilancia inigualable y reducen el riesgo para los soldados. Por ejemplo, unos marines envueltos en un combate urbano podrían disponer de microdrones que les sirvan de ojos y oídos. Con el tiempo, los países irán mejorando tanto los elementos físicos como el software de los drones e innovarán más que sus rivales. Hasta que los drones autónomos y dotados de armas —no solo vehículos aéreos no tripulados, sino también terrestres— sustituyan por completo a los soldados y a la artillería manejada por humanos. Imaginemos un submarino autónomo capaz de transportar rápidamente suministros a aguas en disputa o un camión autónomo capaz de encontrar la mejor ruta para transportar pequeños lanzamisiles a través de terrenos accidentados. Unos enjambres de drones conectados en red y coordinados mediante IA podrían acabar con formaciones de carros de combate e infantería. En el mar Negro, Ucrania ha utilizado drones para atacar barcos rusos y buques de suministro; es decir, un país con una Armada minúscula ha conseguido asediar a la poderosa Flota del Mar Negro rusa. Ucrania es un adelanto de las guerras del futuro, guerras que librarán y ganarán los humanos y las máquinas trabajando juntos.
Como demuestran los avances que ha habido con los drones, el poder de innovación es la base del poder militar. En primer lugar, el dominio tecnológico en determinados ámbitos cruciales refuerza la capacidad bélica de un país y, por tanto, su capacidad de disuasión. Pero la innovación, además, influye en el poder económico, porque da a los Estados la capacidad de influir en las cadenas de suministro y de establecer las normas para los demás. Los países que dependen de los recursos naturales o del comercio, especialmente los que deben importar productos escasos o bienes esenciales, tienen una vulnerabilidad de la que otros carecen.
Pensemos en la presión que puede ejercer China sobre los países a los que suministra equipos de comunicaciones. No es de extrañar que los que necesitan las infraestructuras chinas —por ejemplo, muchos países de África en los que los componentes fabricados por Huawei constituyen alrededor del 70% de las redes 4G— se hayan resistido a criticar las violaciones de los derechos humanos cometidas por China. Al mismo tiempo, la destacada posición de Taiwán en la fabricación de semiconductores es un poderoso factor disuasorio contra la invasión, porque China tiene poco interés en destruir su principal fuente de microchips. Estas ventajas también las disfrutan los primeros países que utilizan unas tecnologías nuevas. El hecho de que internet se creara en Estados Unidos le ha permitido estar durante décadas entre los que definen las normas que rigen la Red. Por ejemplo, durante la Primavera Árabe, las empresas tecnológicas que sostenían internet, al estar alojadas en Estados Unidos, pudieron rechazar las exigencias de los gobiernos árabes de que censuraran los contenidos.
Otra ventaja menos obvia pero también crucial de la innovación tecnológica es que refuerza el poder blando de un país. Hollywood y empresas tecnológicas como Netflix y YouTube han acumulado una mina de contenidos para una base de consumidores de dimensión cada vez más global y, de esa forma, contribuyen también a difundir los valores estadounidenses. Estas plataformas proyectan el estilo de vida estadounidense en los cuartos de estar de todo el mundo, de la misma forma que el prestigio asociado a las universidades estadounidenses y las oportunidades de crear riqueza que ofrecen sus empresas atraen a personas ambiciosas de todo el mundo. En resumen, la capacidad de un país para proyectar poder militar, económico y cultural en la esfera internacional se basa en su capacidad de innovar más deprisa y mejor que sus rivales.
Una carrera para llegar los primeros
La razón principal de que la innovación proporcione hoy una ventaja tan enorme es que engendra más innovación. En parte, por la rigidez institucional derivada de que unos grupos de científicos atraigan, enseñen y formen a otros grandes científicos en las universidades de investigación y las grandes empresas tecnológicas. Pero también porque la innovación se desarrolla sobre sí misma. La innovación necesita un bucle de invención, adopción y adaptación, un ciclo de retroalimentación que fomenta más innovación. Si se rompe algún eslabón de la cadena, falla la capacidad de innovación eficiente del país en cuestión.
Un invento innovador suele ser el resultado de años de investigación. Un ejemplo es cómo encabezó Estados Unidos la entrada del mundo en la era 4G de las telecomunicaciones. El despliegue de redes 4G en todo el país facilitó el desarrollo temprano de aplicaciones móviles como Uber, que necesitaban transmisiones más rápidas de datos móviles. Así, Uber pudo perfeccionar su producto en Estados Unidos y después extenderlo a los países en desarrollo. Eso hizo que aumentara el número de clientes —y que hubiera mucha más retroalimentación—, a medida que la empresa adaptaba su producto a nuevos mercados y productos.
Pero el foso que rodea a los países que disfrutan de ventajas estructurales en tecnología se está estrechando. Gracias en parte a que las investigaciones académicas son más accesibles y al auge del software de código abierto, las tecnologías se difunden hoy con más rapidez por todo el mundo. Tener acceso a los últimos avances ha ayudado a los competidores a ponerse al día a una velocidad sin precedentes, como le pasó a China con la red 4G. Aunque este país debe parte de sus recientes éxitos tecnológicos al espionaje industrial y al desprecio por las patentes, también es consecuencia de unos esfuerzos innovadores, no derivados, para adaptar e implantar nuevas tecnologías.
De hecho, las empresas chinas han tenido un rotundo éxito a la hora de adoptar y comercializar avances tecnológicos extranjeros. En 2015, el Partido Comunista Chino presentó su estrategia Made in China 2025 para alcanzar la autosuficiencia en sectores tecnológicos como las telecomunicaciones y la inteligencia artificial. Dentro de esa campaña, anunció un plan económico de “doble circulación”, con el que China pretende impulsar la demanda nacional y extranjera de sus productos. Pekín ha invertido miles de millones de dólares, a través de asociaciones público-privadas, subvenciones directas a empresas privadas y ayudas a empresas estatales, para asegurarse el primer puesto en la carrera por la supremacía tecnológica. Hasta ahora, los resultados son ambivalentes. China va por delante de Estados Unidos en algunas tecnologías, pero está más atrasada en otras.
Es difícil saber si China tomará la delantera en IA, pero las autoridades de Pekín sin duda creen que sí. En 2017, China anunció sus planes para ser líder mundial en inteligencia artificial antes de 2030 y es posible que lo consiga incluso antes de lo esperado. Ya es líder mundial en tecnología de vigilancia basada en IA, que no solo utiliza para controlar a los disidentes en su país, sino que también vende a gobiernos autoritarios de otros países. China sigue estando por detrás de Estados Unidos a la hora de atraer a los mejores cerebros en IA, puesto que casi el 60% de los investigadores de mayor nivel trabajan en universidades estadounidenses. Sin embargo, las relajadas leyes chinas sobre privacidad, la recopilación obligatoria de datos y la financiación específica del Estado dan al país una ventaja fundamental. De hecho, ya es el mayor fabricante de vehículos autónomos.
Por ahora, Estados Unidos sigue muy por delante en computación cuántica. No obstante, en la última década, China ha invertido un mínimo de 10.000 millones de dólares en tecnología cuántica, aproximadamente 10 veces más que el Gobierno estadounidense. China está trabajando para construir ordenadores cuánticos tan potentes que descifrarán fácilmente el cifrado actual. El país también está invirtiendo mucho dinero en crear redes cuánticas —una manera de transmitir información en forma de bits cuánticos—, es de suponer que con la esperanza de que dichas redes sean impermeables a la intromisión de otros servicios de inteligencia. Y, además, lo que es aún más alarmante, es posible que el Gobierno chino ya esté almacenando comunicaciones robadas e interceptadas con el propósito de descifrarlas una vez que posea la potencia necesaria para hacerlo, una estrategia denominada “almacenar ahora, descifrar después”. Cuando los ordenadores cuánticos sean suficientemente rápidos, todas las comunicaciones encriptadas mediante métodos no cuánticos correrán el riesgo de que las intercepten, por lo que es todavía más importante ser los primeros en conseguirlo.
China también está intentando alcanzar a Estados Unidos en biología sintética. Los científicos en este terreno están trabajando en una serie de nuevos avances en biología, como el cemento fabricado por microbios que absorbe dióxido de carbono, cultivos con más capacidad de capturar carbono y sustitutivos de la carne a base de plantas. Esta tecnología es muy prometedora para luchar contra el cambio climático y crear empleo, pero desde 2019 las inversiones privadas chinas en biología sintética han superado a las estadounidenses.
En el sector de los semiconductores, China también tiene planes ambiciosos. El Gobierno chino está financiando una campaña sin precedentes para encabezar la fabricación de semiconductores antes de 2030. En la actualidad, las empresas chinas están creando lo que en el sector se conoce como chips “de siete nanómetros”, pero Pekín apunta más alto y ha anunciado planes para fabricar en su territorio la nueva generación de chips “de cinco nanómetros”. Por ahora, Estados Unidos sigue por delante de China en el diseño de semiconductores, igual que Taiwán y Corea del Sur, dos países alineados con Estados Unidos. En octubre de 2022, el Gobierno de Joe Biden tomó la importante decisión de impedir que las principales empresas estadounidenses productoras de chips informáticos de inteligencia artificial vendieran a China, dentro de un paquete de restricciones publicado por el Departamento de Comercio. Aun así, las empresas chinas controlan el 85% del procesamiento de los minerales de tierras raras que se utilizan en estos chips y otros productos electrónicos esenciales, por lo que dispone de una ventaja importante respecto a sus competidores.
Una batalla de sistemas
La competencia entre Estados Unidos y China es en igual medida una competencia entre sistemas y entre Estados. En el modelo chino de fusión civil-militar, el Gobierno promueve la competencia nacional y financia a los ganadores emergentes como “campeones nacionales”. Estas empresas desempeñan un doble papel: obtener el mayor éxito comercial posible y promover los intereses chinos de seguridad nacional. El modelo estadounidense, en cambio, consiste en una serie más heterogénea de actores privados. El Gobierno federal financia la ciencia básica, pero deja la innovación y la comercialización, en gran parte, en manos del mercado.
Durante mucho tiempo, el principal origen de la innovación en Estados Unidos fue el triplete Gobierno-industria-universidad. Esta colaboración impulsó muchos avances tecnológicos, desde la llegada a la Luna hasta internet. Sin embargo, con el final de la Guerra Fría, el Gobierno estadounidense empezó a ser reacio a asignar fondos a la investigación aplicada e incluso redujo la cantidad destinada a la investigación básica. En el último medio siglo, aunque el gasto privado ha despegado, las inversiones públicas se han estancado. En 2015, el porcentaje de financiación pública para investigación básica cayó por debajo del 50% por primera vez desde el final de la II Guerra Mundial, después de casi haber llegado al 70% en los años sesenta. Mientras tanto, la geometría de la innovación —el papel respectivo de los actores públicos y privados en el impulso del progreso tecnológico— ha cambiado desde la Guerra Fría, de maneras que no siempre han producido lo que necesitaba el país. El auge del capital riesgo contribuyó a acelerar la adopción y comercialización, pero hizo poco por abordar problemas científicos de orden superior.
Invertir en el futuro
Como parte de su campaña para seguir siendo una superpotencia en innovación, Estados Unidos tendrá que invertir miles de millones de dólares en ámbitos cruciales de la competencia tecnológica. En semiconductores, tal vez la tecnología actual más importante, el Gobierno debe trabajar más para garantizar que las cadenas de suministro estén en Estados Unidos o países amigos. En cuanto a las energías renovables, debe financiar la I+D en microelectrónica, almacenar las tierras raras (como el litio y el cobalto) necesarias para fabricar baterías y vehículos eléctricos e invertir en nuevas tecnologías que permitan sustituir las baterías de iones de litio y compensar el dominio chino de los recursos. Por otro lado, el despliegue de la 5G en Estados Unidos ha sido lento, en parte porque los organismos gubernamentales —en especial, el Departamento de Defensa— controlan la mayor parte del espectro radioeléctrico de alta frecuencia que utiliza la 5G. Para alcanzar a China, el Pentágono tiene que abrir más zonas del espectro al sector privado.
Estados Unidos tendrá que invertir en todas las partes del ciclo de la innovación y financiar no solo la investigación básica, sino también la comercialización. Para que la innovación sea significativa debe haber capacidad de invención, pero también de aplicación, de ejecución y de comercialización a gran escala. Y este último suele ser el principal obstáculo. Por ejemplo, la investigación en coches eléctricos permitió que General Motors sacara su primer modelo al mercado en 1996, pero pasaron 20 años más hasta que Tesla pudo producir en serie un modelo comercialmente viable. Hay que trabajar en cualquier nueva tecnología, desde la IA hasta la computación cuántica o la biología sintética, con un objetivo claro de comercializarla.
Además de invertir directamente en las tecnologías que alimentan el poder de innovación, Estados Unidos debe financiar el factor que constituye la base de la innovación: el talento. Estados Unidos cuenta con las mejores empresas emergentes, empresas establecidas y universidades del mundo, que atraen a las mentes más brillantes de todo el planeta. Pero hay demasiadas personas con talento que no pueden ir a esas instituciones por culpa del anticuado sistema de inmigración de Estados Unidos. En lugar de facilitar la obtención del permiso de residencia a los extranjeros que obtienen títulos STEM [de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas, por sus siglas en inglés] en instituciones estadounidenses, el sistema actual hace innecesariamente difícil que los mejores titulados contribuyan a la economía de Estados Unidos.
Estados Unidos tiene una gran ventaja a la hora de contratar inmigrantes muy cualificados; su envidiable nivel de vida y la abundancia de oportunidades explican por qué atrae a la mayoría de las grandes mentes en materia de IA. Más de la mitad de los investigadores que trabajan en IA en Estados Unidos proceden de fuera y la demanda de talento en este campo sigue siendo muy superior a la oferta. Si Estados Unidos cierra sus puertas a los inmigrantes más preparados, corre peligro de perder su ventaja en innovación. El Proyecto Manhattan lo dirigieron sobre todo refugiados y emigrantes europeos, y los inmigrantes serán, casi con toda certeza, los responsables de la próxima innovación tecnológica de Estados Unidos.
La mejor defensa
Dentro de su campaña para plasmar la innovación en poder duro, Estados Unidos debe revisar a fondo varias de sus políticas de defensa. Durante la Guerra Fría, el país diseñó diversos mecanismos “de compensación” para contrarrestar la superioridad numérica soviética, basados en la estrategia militar y las innovaciones tecnológicas. Hoy, Washington necesita lo que el Proyecto Especial de Estudios Competitivos ha denominado una estrategia “Offset-X”, un enfoque competitivo que permita a Estados Unidos mantener su superioridad tecnológica y militar.
Dada la enorme dependencia que tienen los ejércitos y las economías modernas de las infraestructuras digitales, es probable que una guerra futura entre las grandes potencias empiece con un ciberataque. Por consiguiente, las defensas informáticas de Estados Unidos deben tener un tiempo de respuesta más rápido que el de los humanos. Después de haber sufrido ciberataques constantes incluso en tiempos de paz, Estados Unidos debe blindarse creando estructuras repetidas, sistemas de copias de seguridad y rutas alternativas para los flujos de datos.
Lo que empiece en el ciberespacio puede extenderse con facilidad al ámbito físico, por lo que también ahí tendrá que resolver Estados Unidos problemas nuevos. (…) También tendrá que prestar más atención a las informaciones de código abierto, puesto que, en el mundo actual, la mayor parte de los datos son de acceso público. Si no lo hace, los fallos de inteligencia podrán provocar muchos sobresaltos.
En el combate físico, las unidades militares deben estar interconectadas y descentralizadas para sorprender a los adversarios. Frente a unos enemigos con jerarquías militares rígidas, Estados Unidos puede salir ganando si utiliza unidades más pequeñas y conectadas, cuyos miembros sean expertos en la toma de decisiones en red y sepan emplear las herramientas de la inteligencia artificial de la manera más beneficiosa. (…).
Estados Unidos gasta cuatro veces más que cualquier otro país en la adquisición de sistemas militares, pero el precio es un mal criterio para juzgar el poder de innovación. En abril de 2022, las fuerzas ucranias dispararon dos misiles Neptune contra el Moskva, un buque de guerra ruso de 180 metros, y lo hundieron. El buque costó 750 millones de dólares; los misiles, 500.000 dólares cada uno. Del mismo modo, el misil hipersónico antibuque chino de última generación, el YJ-21, podría hundir algún día un portaviones estadounidense de 10.000 millones de dólares. El Gobierno estadounidense debe pensárselo dos veces antes de comprometer otros 10.000 millones de dólares y 10 años de trabajo para tener un buque de este tipo. Muchas veces es más sensato comprar muchos artículos de bajo coste que invertir en unos cuantos proyectos carísimos de prestigio.
Competir para ganar
En la contienda del siglo —la rivalidad entre Estados Unidos y China—, el factor determinante será el poder de innovación. Los avances tecnológicos de los próximos 5 a 10 años decidirán qué país se adelanta en esa competencia mundial. Pero el problema de Estados Unidos es que los funcionarios públicos tienen incentivos para evitar el riesgo y pensar en el corto plazo, lo que hace que las inversiones en las tecnologías del futuro sean crónicamente insuficientes.
Si la necesidad es la madre del ingenio, la guerra es la partera de la innovación. Cuando visité Kiev en otoño de 2022, muchos ucranios me dijeron que los primeros meses de la guerra habían sido los más productivos de sus vidas. La última guerra verdaderamente mundial de Estados Unidos —la II Guerra Mundial— provocó la generalización de la penicilina, una revolución de la tecnología nuclear y un gran avance en informática. Ahora, Estados Unidos debe innovar en tiempos de paz y más deprisa que nunca. Mientras no lo haga, estará erosionando su capacidad de impedir —y, en caso necesario, de librar y ganar— la próxima guerra.
La alternativa podría ser desastrosa. Los misiles hipersónicos podrían dejar Estados Unidos sin defensas y los ciberataques podrían paralizar la red eléctrica del país. Y otro aspecto quizá más importante: la guerra del futuro atacará a las personas de formas completamente nuevas: un Estado autoritario como China o Rusia podría recoger datos individuales sobre los hábitos de compra, la situación e incluso el perfil de ADN de los estadounidenses y, de esa manera, llevar a cabo campañas de desinformación a medida e incluso ataques biológicos y asesinatos selectivos. Para evitar ese horror, Estados Unidos debe asegurarse de estar por delante de sus competidores tecnológicos.
Los principios que han definido la vida en Estados Unidos —libertad, capitalismo, esfuerzo individual— eran los apropiados para el pasado y siguen siéndolo para el futuro. Son la base de un ecosistema de innovación que sigue siendo la envidia del mundo. Han permitido avances que han transformado la vida cotidiana en todo el mundo. En la carrera de la innovación, Estados Unidos partió en primera posición, pero no tiene la seguridad de seguir ahí. El viejo mantra de Silicon Valley vale no solo para la industria, sino también para la geopolítica: innovar o morir.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Eric Schmidt (Falls Church, Virginia, 1955) es presidente de Special Competitive Studies Project y expresidente de Google. Es coautor, con Henry Kissinger y Daniel Huttenlocher, de The Age of AI: And Our Human Future (La era de la inteligencia artificial. Y del futuro de la humanidad; sin publicar en español).
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