Auto agujereado en que fue muerto a balazos Rafael Leónidas Trujillo la noche del 30 de mayo.

Una democracia de seis disparos

Por Anner Victoriano

La noche del 30 de mayo de 1961, en una oscura carretera de la capital dominicana, el eco de seis disparos rompió el silencio y con él, uno de los regímenes más férreos y sanguinarios de América Latina. Rafael Leónidas Trujillo Molina, “El Jefe”, caía abatido en una emboscada ejecutada por un grupo de hombres decididos a poner fin a más de 30 años de represión, miedo y culto a la personalidad. Aquella acción, más que un acto de justicia, fue el primer latido de una nación que anhelaba respirar libertad: una democracia que nacía entre balas.

Durante 31 años, Trujillo gobernó la República Dominicana con puño de hierro, instaurando un régimen personalista que permeó todos los aspectos de la vida nacional. Su figura se veneraba en escuelas, iglesias, billetes y plazas. Los medios, la educación, y hasta el lenguaje, estaban marcados por su presencia. Su mandato combinó desarrollo económico con brutal represión: bajo su sombra, florecieron la infraestructura y el terror, el orden y la censura, la modernización y la persecución política.

Pero el control absoluto no borró el descontento. En las sombras, entre las élites desilusionadas y en los corazones de los perseguidos, germinaba una resistencia que, aunque silenciada, nunca desapareció. El catalizador definitivo fue el asesinato de las Hermanas Mirabal en 1960, un crimen que sacudió la conciencia nacional e internacional. Las “Mariposas”, como eran conocidas, se convirtieron en símbolos de la lucha contra la tiranía, y su muerte reveló el verdadero rostro del régimen trujillista al mundo. Fue en ese contexto de indignación que un grupo de valientes —mayormente empresarios, militares y figuras del antiguo régimen— decidió actuar. Antonio de la Maza, Amado García Guerrero, Juan Tomás Díaz, Antonio Imbert Barrera, entre otros, formaron parte del núcleo que planeó y ejecutó el ajusticiamiento. Eligieron una emboscada sencilla, directa, sin discursos ni espectáculo. Seis disparos bastaron para poner fin a un hombre, pero no aún al sistema que había creado.

El 30 de mayo no solo murió Trujillo, murió el mito de su invulnerabilidad. Sin embargo, la transición fue cualquier cosa menos inmediata. El régimen trujillista, encabezado temporalmente por su hijo Ramfis y otros remanentes del aparato de poder, intentó mantener el control a través de una feroz represión. Muchos de los ajusticiadores fueron capturados y asesinados. La sangre siguió corriendo. La democracia, como toda criatura que nace entre las ruinas, tuvo que arrastrarse antes de aprender a caminar. No obstante, el ajusticiamiento marcó un punto de no retorno. Estados Unidos, en plena Guerra Fría, se distanció del régimen, temiendo que una continuidad dictatorial diera paso al comunismo como en Cuba. La presión internacional y el creciente descontento interno obligaron a Ramfis Trujillo a abandonar el país a finales de 1961. La transición, aunque lenta y accidentada, había comenzado.

Hoy, más de seis décadas después, el ajusticiamiento de Trujillo sigue siendo un momento fundacional en la memoria histórica dominicana. No fue una revolución, ni una proclamación libertaria: fue una acción desesperada de hombres comunes, muchos de ellos parte del sistema que intentaban destruir, pero impulsados por la necesidad de recuperar su país.Lo que vino después —los intentos de golpe, la intervención estadounidense en 1965, la llegada de Joaquín Balaguer al poder— fueron etapas de una travesía accidentada hacia un régimen más plural y menos personalista. Aún hoy, los ecos del trujillismo resuenan en el debate político, en la cultura del poder y en los miedos de una ciudadanía vigilante.

Pero cada 30 de mayo, cuando la República Dominicana recuerda la caída del dictador, se renueva también el compromiso con aquella democracia que comenzó a gestarse en una emboscada silenciosa, en el filo de la noche, con el sonido seco de seis disparos.

El Motín