Por Nelson Encarnación
Es frecuente que aventureros de la política se aprovechen de los mecanismos democráticos para hacerse con posiciones de poder, desde las cuales no tardan en poner en práctica acciones que atentan contra esos valores.
Estos desorejados abundan en todos los espectros ideológicos, pero son más abundantes en la derecha, sector en el cual se suelen instrumentalizar las instituciones de los Estados para llevar a adoptar decisiones que desdoran la imagen de la democracia.
Son individuos que nunca han creído en la democracia, en su dinámica, y rehúsan enfrentarse haciendo uso de sus recursos para convencer, sino que se valen de las herramientas de que disponen como tenedores del poder político.
No creen en el libre juego de las ideas, en la divergencia, en el disenso ni reconocen el derecho de sus adversarios para competir libremente.
Los últimos dos aventureros que han padecido en este continente—que ojalá fuesen los últimos—los tenemos en las personas de Donald Trump, en los Estados Unidos, y Jair Bolsonaro, en Brasil.
En una coincidencia terrible de su malignidad política, ambos se dedicaron, desde que asumieron el poder, a torpedear los mecanismos democráticos que les permitieron ganar procesos competidos en sus respectivos países.
Trump perdió las elecciones estadounidenses de 2020, y de inmediato se convirtió en torpedero contra el resultado de los comicios, culminando su laborantismo antidemocrático con una clara incitación a sus partidarios, quienes atacaron el Palacio del Congreso, en una acción tan inusitada que ni siquiera durante la Guerra Civil se produjo.
Un imitador de Trump surgió en Brasil, donde un Bolsonaro, nostálgico del régimen militar que tiranizó a los brasileños durante 21 años, llegó al poder y de inmediato enseñó su talante perverso y canalla.
No creía posible su derrota en las pasadas elecciones; desde el Gobierno se dedicó a litigar contra las instituciones electorales y judiciales y finalmente no admitió el revés frente a Lula da Silva.
La misma regla electoral que le permitió vencer a su adversario de izquierda Fernando Haddad, la consideró maleada cuando intentaba la reelección, un ardid malicioso que ha servido de acicate para que sus partidarios fascistas empezaran a subvertir el orden público una vez conocido el triunfo de Lula da Silva la noche del 30 de octubre del pasado año.
Todo ese accionar antidemocrático y criminoso tuvo su clímax este pasado domingo, cuando cientos de partidarios de Bolsonaro atacaron, en acciones terroristas, los símbolos de los tres poderes del Estado brasileño.
La democracia debería contar con antídotos efectivos contra estos perversos, que no sea únicamente motivar a que se les vote en contra, pues ellos se valen de los medios para convencer a suficientes incautos.
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