Enriquillo y su carretera, o la placidez hecha poesía

Por Oscar López Reyes
 
 
En mi infancia, el itinerario por la carretera Barahona-Enriquillo remesó como un safari-excursionista, escurrido con saltos/piruetas automovilísticas que se volvían una danza/retozo, en un pavimento con miradas hacia una montaña legendaria y un mar profundo que aún seducen con sus brisas apacibles y un paisajismo romántico. Y, más de medio siglo después, ese riesgoso jamaqueo curvo regresa orondo a mi cacumen con el anuncio del presidente Luis Abinader de que esa vía terrestre será reconstruida, con una inversión nada menos que de mil 500 millones de pesos.   
 
Adicionalmente, se trabajará en el remozamiento de las playas Los Patos y El Quemaíto, con una inversión superior a los 83 millones de pesos, así como otros proyectos valorados en 6 mil 421 millones de pesos para motorizar el turismo y la agrícola/agropecuaria en Barahona, Pedernales, Independencia y Bahoruco.
 
Antes y después de la terminación de la carretera, quiero volver a presenciar la empinada entrada a Enriquillo -donde llegué de Barahona-, con su colindante litoral desde el cual se aprecia, a lo lejos, el desplazamiento de embarcaciones transatlánticas.
 
En los primeros años de 1960, las casas que guarecían a los habitantes de Enriquillo –techadas de tablas, con el piso encementado, cubiertas en la azotea por palmas trenzadas-. Algunas tenían la peculiaridad de que se encajonaban a unos 20 metros lineales de la orilla del Mar Caribe, en una cortísima colina desde la cual se divisaban la montañosa carretera que ofrece la bienvenida a la chica población, el cerro encantador y la infinidad acuática, que configuran un paisaje espectacular.
 
En esa geografía (80 metros sobre el nivel del mar y 426 en el cerro, con una temperatura entre 18 y 24 grados Celsius), el rocío del amanecer mimaba la ingenuidad infantil, en la placidez de patios florecidos de árboles con aves sin cantar en sus capullos y en calles enmudecidas en siluetas que adormecían a los aldeanos. Y las matronas con batolas madrugaban a colar café, pelar víveres, preparar remedios caseros y barrer con escobas el suelo del frente de los ranchos. 
 
En las mañanitas y las tardecitas, cuando el astro luminoso eje del sistema planetario escondía sus destellos y yoleros abrazaban las orillas después de una larga noche de pesca en alta mar, o se alistaban para emprender esa faena, los chiquitines hacíamos travesías, descalzos, por el banco de arena alagado por una apacible brisa y el calmante murmullo de las olas. Al bajar las mareas, metíamos los pies en el acuífero salino y nos zambullíamos en lagunitas de aguas formadas como una bendición divina.
 
En ese fontanal recogíamos coloridos caracoles, con impresionantes caparazones; cangrejitos, estrellitas, uvas de playa, almejas, ostras, perlas y otras conchas de moluscos y objetos minerales que despertaban la más expectante curiosidad. ¡Ahhh…!, manoseábamos el agua que emanaba de los acantilados o rocas costeras y al Mar le gritábamos: María la O, tu madre es puta y la mía no, en un ritual con los tres reinos (mineral, vegetal y animal) de la naturaleza virgen y una escena sensorial de recuerdos perennes.
 
El retumbar de las corrientes de vientos sólo era interferido por las trompetas del recinto militar que, tanto en la alborada como en el
 
 
crepúsculo, espantaban a las gaviotas y aceleraban sus aleteos en  sus carriles hacia sus madrigueras. 
 
En el vecindario no había reloj y esos toques de diana y cornetas hacían la función de despertador y auxiliaban para saber la hora, o calcularla, en ese suburbio fresco y risueño, encarrujado entre el cerro y el mar, regado de empalizadas y coterráneos cariñosos, virtuosos y una cantera de apodos.
 
Ese santuario bendito y casi sublime, donde se dormía siesta, apenas despertaba de ese reconfortante y silente suspiro con el trinar de patos y gallinas, el choque de las olas con los acantilados y el tronar de camiones, cada cinco o seis horas. Se habitaban viviendas con letrinas en los patios.
 
Y el parque municipal cimbraba por su glorieta de conciertos dominicales de la Banda de Música Municipal, y troncos leñosos que con sus espesos follajes remojaban de sombras a banquetas donde rumiaban curiosos, versados, vagos y envejecidos. 
 
Cruzando la calle Norte del parque, escenario de retretas de ritmos clásicos y merengues, había una cantina donde parroquianos alzaban las copas con moderación, y embriagados “amargados” no dejaban de empinar los codos, sin apaciguar sus despechos o  enojos  de las mujeres que les carcomían los cirios del cacumen.
 
Encallado al pie del cerro, frente al parque, sonorizaba una vellonera –a la que para que el disco tocara dando vueltas había que echarle monedas- en el bar más esplendoroso del villorrio. En vez de molestar, los melodiosos boleros, rancheras y las primeras bachatas armonizaban con los lugareños.
 
Encandilaban los boleros románticos, rebosantes de auténticas líricas, como el gran cantante y pianista norteamericano Nat King Cole: “Ansiedad”, el solista mexicano Rafael Vásquez: “Claro de
Luna”; el ecuatoriano Olimpo Cárdenas: “Nos tenemos que decir adiós”, y el también paisano Julio Jaramillo: “Nuestro juramento”.
 
Ni siquiera los soplos de los oleajes anormales interrumpían los boleros idílicos, como “Carta de Linda” de Daniel Santos. O del puertorriqueño Odilio González (El jibarito de Lares). Y embrujaban Los compadres de Cuba (son cubano): “Venga guano, caballero”, y el gran Beni Moré: “La vida es un sueño” (bolero). 
 
Los boleros dominicanos también encaprichaban, tarareando las letras en la copla del galanteo. Alberto Beltrán: “Aunque me cueste la vida/sigo buscando tu amor”; Elenita Santos (rayito de Sol): “Arenas del desierto”, y José Manuel Calderón, pionero de la bachata en 1962: “Borracho de amor”. 
 
En Enriquillo, los domingos duchaban espiritualmente la solemnidad católica y placenteramente la cinematografía, en el susurro de las escenas dramáticas y la tragicomedia. El paseo se intercalaba, ufanos los oriundos, entre el llano y un desfiladero.
 
 En la pradera baja, llameaban como mensajes de esperanza y convivencia de amor, el repicar del campanario de la parroquia Santa Ana, la liturgia sacerdotal: “Aleluya, aleluya. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Aleluya”; las oraciones, el tufo del incienso del candelabro, los cánticos, el suministro de la hostia y los abrazos “La paz sea contigo”.
 
Luego de la eucaristía, la comida y el descanso vespertino; en la quebrada el séptimo arte divertía a los aldeanos, el mismo domingo, en el cine del señor Mao. En matinée, en la tarde, y en la tanda de la noche, las películas arrancaban aplausos y gritos desafinados, en el bálsamo de la euforia. El proyector exhibía El pandillero, con Tin Tan, con una duración de 90 minutos, y a Cantinflas.
 
En esos años, los teatros de la capital, Barahona, Enriquillo y otros pueblos rodaban las películas Matar a un ruiseñor, Vacaciones de Acapulco, Pícaras doncellas, Las maravillas de Aladino, La vida íntima de Adán y Eva, Un soltero en el paraíso, Los Malos, Gavilán del Oeste, La mujer que quiso pecar, Los resbalosos, Furia maldita, Muerte para un pistolero, El diablo blanco, y otras.
 
En el pasatiempo en la terraza trasera y la acera, el cruce diario de la guagua del Correo por la calle de la residencia nos atraía en la intriga de las correspondencias tapadas. Cada vez que cruzaba, la cotorra de la casa le cantaba a Lola (prima de papá): “Cuca, te dejó la guagua”.
 
Y en el embeleso del pequeño loro verde, un mal día el carruaje la aplastó inadvertidamente, y la hermana Miriam la lloró desconsoladamente. La animé y lamenté la tragedia, porque a ella le cautivaba ver a esa cotica batir sus alas en el aire y aspiraba a garabatear con una de sus plumas.
 
Yo, que había oído decir que se escribía con los mechones de esa ave, cuando sea inaugurada la carretera Barahona-Enriquillo, quisiera estar en el acto para plasmar con una pluma las peripecias vehiculares, y recordar a quien más expuso sobre los accidentes de tránsito y la tala de árboles: un guerrillero del 14 de junio e ignorado mártir del periodismo: Lores Sánchez Terrero, asesinado a tubazos el sábado 5 de marzo de 1983, en Barahona, por sus denuncias de corrupción en el Ayuntamiento de Enriquillo.

El Motín

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