En busca de la sobriedad: la historia de Alcohólicos Anónimos

“Me llamo Bill y soy alcohólico”. Esta frase –con otros nombres de pila– se ha pronunciado millones de veces, en diversos idiomas y rincones del mundo, desde la creación de Alcohólicos Anónimos en 1935. La organización, conocida por sus siglas AA, nació en Akron, una ciudad del estado de Ohio, en Estados Unidos. Allí se conocieron los cofundadores de AA: Bill Wilson, un carismático corredor de bolsa neoyorquino, y el doctor Robert Smith, un cirujano local.

Wilson –o Bill, como se le conoce en la historiografía de la organización– llevaba cinco meses sobrio, después de haberse bebido… todo. “Dr. Bob”, a su vez, era un bebedor empedernido que necesitaba ayuda urgente. Su familia le convenció para reunirse con Wilson. Ese encuentro cambió su vida, y también la de tantos miembros de una organización cuyo objetivo es tan sencillo como ambicioso: apoyarse mutuamente para no beber.

“Alcohólicos Anónimos es una asociación informal de más de dos millones de alcohólicos recuperados en Estados Unidos, Canadá y otros países. Estas personas se reúnen en grupos locales, que varían en tamaño (…), ya sea presencial o virtualmente. Somos personas que hemos descubierto y admitido que no podemos controlar el alcohol. Tenemos un único propósito primordial: mantenernos sobrios y ayudar a otros que recurran a nosotros a lograr la sobriedad”.

Así se presenta Alcohólicos Anónimos en su dossier de prensa, en el que hacen hincapié en sus pilares: “No somos reformadores ni estamos aliados con ningún grupo, causa u organización religiosa”. “No tenemos interés en lograr que el mundo se vuelva abstemio”. “No creemos ser los únicos que tenemos una respuesta a los problemas de la bebida”. Por encima de todo, se definen como una organización inclusiva: “Una persona es miembro de AA si así lo dice; es tan sencillo como eso”.

De niño, Bill vivió ajeno a las normativas gubernamentales respecto a la bebida, aunque era consciente de que su abuelo paterno había sido alcohólico. También recordaba que una experiencia religiosa en el monte Aeolus (donde, tras pedir ayuda a Dios para dejar de beber, vio “una luz cegadora”) le había convertido en abstemio. Sin embargo, su padre, Gilman, bebía con regularidad, lo que provocó problemas en el matrimonio. En su familia materna, las cosas eran diferentes: su abuelo, Fayette Griffith, descendía directamente de los pioneros y se enorgullecía del trabajo duro, la sobriedad y la rectitud.

Cerca de Dorset hay un lugar bellísimo, el lago Esmeralda, que a Bill le encantaba visitar. Pero ese escenario se convirtió en un lugar de pesadilla cuando, una mañana de primavera de 1905, su madre los llevó a él y a su hermana Dorothy a hacer un pícnic y les comunicó dos cosas. La primera, que su padre se había ido a vivir a Canadá para siempre. La segunda, que ella se marchaba a Boston para estudiar, llevándose a Dorothy. Bill, que tenía diez años, se quedaría con sus abuelos maternos.

Las primeras copas

Aquel fue el primer gran golpe en su vida, un revés que lo marcó para siempre. Como él mismo contó, en ese entonces, ser hijo de divorciados constituía un “estigma” que le hizo sentirse diferente. Ya durante su infancia y su adolescencia sufrió episodios depresivos. Ni siquiera el haber encontrado el amor en Lois Burnham, la hija de un rico médico neoyorquino, cuya familia lo acogió sin reservas, pareció sanar aquella inquietud.

Como describe Susan Cheever, el día que probó su primera copa, las cosas cambiaron para Bill. La ingestión, en una elegante fiesta, de varios cócteles Bronx (a base de zumo, vermut y ginebra) lo transformó. “La extraña barrera que existía entre mí y el resto de hombres y mujeres pareció derrumbarse. Por fin formaba parte. Oh, la magia de esas primeras tres o cuatro copas”, evocaría.

El problema fue que, como en una reacción nuclear, esas tres o cuatro copas se multiplicaron. Como su abuelo y su padre, Bill Wilson se convirtió en un alcohólico. Desde los 22 a los 39 años, su trayectoria fue una montaña rusa marcada por la adicción y la pérdida de oportunidades. Por culpa de la bebida, desdeñó trabajar con Thomas Edison, al que admiraba desde la infancia. Por culpa de la bebida, no acabó los estudios. Por culpa de la bebida, se quedaba inconsciente con regularidad, su matrimonio estuvo a punto de naufragar, perdió varios trabajos y se arruinó. A los 38 años vivía con su esposa de la caridad de sus suegros, en la casona de los Griffith en Brooklyn.

Cuerpo y alma

Irónicamente, fue un grupo religioso, el Oxford Group, el que le abrió la puerta a la recuperación. Esta organización, fundada en Inglaterra por el pastor evangélico Frank Buchman, proponía una “rearme moral” que incluía el dejar de beber. Wilson había acudido a algunas de sus reuniones y se había quedado impactado por las referencias a “experiencias religiosas” como vía para la sobriedad.

El Motín