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New York.-Trato de pasar el teléfono a mis compañeros de equipo y se le quedan viendo como si fuera una bomba.
Me acerco para dárselo a uno de ellos y levanta las manos. “No, no”.
Luego trato de dárselo a otro y me dice que no con la cabeza. Miro alrededor del cuarto y los cinco muchachos se me quedan viendo como si estuviera loco.
Finalmente les digo: “¿Alguien va a pedir la condenada pizza?”.
Nadie quería tomar el teléfono. Yo no entendía lo que sucedía.
Era mi primera noche de entrenamiento extendido de primavera en Bradenton, Florida, después de que me reclutaron.
Había estado todo el día firmando papeles, así que ya eran las 7 de la noche y la cafetería estaba cerrada. Me fui al carro para buscar algo de comida rápida cuando escuché un sonido familiar que provenía de uno de los dormitorios: alguien hablaba en español con acento dominicano.
Pasé para presentarme y comencé a conversar con los muchachos. Uno de ellos comentó que se estaba muriendo de hambre.
Les dije: “¿No les dieron nada de comer?”. Me explicaron que la última comida era a las 5 de la tarde y siempre les da hambre otra vez en la noche.
Eran jugadores de ligas menores que no estaban haciendo casi nada. No tenían carro, así que se hicieron expertos en abastecerse con cosas de la cafetería a la hora de la cena y se las llevaban al dormitorio: plátanos, sándwiches, chocolates en barra, lo que fuera.
Como yo era nuevo y acababa de firmar mi primer contrato, pensé que sería buena idea pedir pizza para todos. Esto fue en el año 2001, así que no se podía pedir nada por Internet.
Encontré un lugar en el directorio telefónico y les dije: “Bueno, pues no sé de qué les gusta la pizza, así que llamen y pidan lo que quieran”.
En ese momento empezaron a verme medio chistoso. Marqué el número y traté de pasarles el teléfono. Puras miradas en blanco.
Por fin, uno de ellos me dijo, con mucha vergüenza: “Oye, es que no hablamos inglés. Mejor llamas tú o tendremos que pasarnos el teléfono a cada uno para saber suficientes palabras en inglés para hacer el pedido”.
Camino de piedras
Eso me hizo recordar lo difícil que es para los jugadores latinoamericanos el sobreponerse a la barrera del idioma y llegar a ser algo en el béisbol de las Grandes Ligas.
Si usted que lee esto es un ciudadano americano con un buen trabajo, imagínese que tiene 17 años otra vez y que apenas ha empezado a seguir sus sueños.
Solo que se encuentra en China. Está muy lejos de toda la gente que conoce. Tiene tres años para demostrar a los demás que puede tener éxito en su trabajo.
Ah, y todos sus jefes hablan chino. Le asignan un cuarto con otros tres americanos y lo único que hay ahí es papel de baño.
Y ni siquiera habla suficiente chino como para poder pedir una pizza.
La oportunidad
La palabra “academia” lo hace sonar como una escuela. La mayoría son como granjas de béisbol. Tu familia firma un pedazo de papel dando su consentimiento y te sacan de la escuela para comenzar a entrenar en instalaciones muy pobres, en un lugar cualquiera.
No están reglamentadas.
Son instituciones privadas dirigidas por tipos que se llaman “buscones”, medio entrenadores y medio agentes.
Duermes en unos cuartos enormes llenos de literas.
Haces dos cosas: juegas béisbol y duermes. No hay libros, no hay computadoras, aunque quizás tengan una televisión vieja.
Antes de que llegues a la adolescencia, tu formación se terminó. Casi te lavaron el cerebro para que no pienses en nada más que en béisbol.
Si esto suena deprimente, es que lo estás viendo desde una perspectiva de la Segunda Guerra Mundial. Estos niños no lo habrían logrado de ninguna otra forma. Tienen una manera de salir. Son los afortunados.
Esta es la propuesta presentada a muchas familias de dominicanos: haga que su hijo deje la escuela a los 12 años para lograr un 3% de oportunidad de jugar en las Ligas Mayores.
Y lo hacen felices y contentos. Porque no tienen otra oportunidad.
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